Batas blancas, banderas negras… Más que nunca hoy la vida y la muerte enfrentadas en esos hospitales públicos invadidos de covid-19 y atendidos por funcionarios de nuestra sanidad. Enfermeras, médicos que pueden morir al contacto con el virus; que, de hecho, mueren. Cuarenta, ya, sumando al empleado de limpieza que ayer fallecía en el Hospital Miguel Servet de Zaragoza. Es la mortífera cuota de los 35.000 infectados en el sector sanitario español, un nivel de contagio similar al de las residencias de ancianos.

¿Por qué es tan elevada esa cifra de afectados entre nuestros sanitarios, muy por encima de las de otros países?

Cada vez más voces lo atribuyen a una mezcla fatal de conocimiento de la pandemia e improvisación del Gobierno. Fernando Simón, su portavoz, dijo los primeros días que descartaba epidemia alguna. Dos semanas después, los muertos se contaban por miles. Los errores y omisiones de nuestros dirigentes se han sucedido hasta colmar la paciencia de los médicos, que han decidido no callar más, rebelarse y denunciar sus verdaderas condiciones «de lucha». Mucho deben estar preocupando al ministro Illa las demandas por imprudencia en el trabajo de colectivos profesionales dispuestos a actuar como acusaciones particulares para reclamar indemnizaciones y responsabilidades por la entrega de material defectuoso «a quienes pelean en primera línea del frente», según han repetido políticos de uno a otro arco. Desde los que, como Abascal y Casado reclaman homenajes y crespones para honrar a héroes y víctimas, disimulando con ellos sus nulas aportaciones, al robótico Pedro Sánchez.

El PP, con sus recortes y privatizaciones, dejó la sanidad pública en la osamenta, pero desde entonces, y han pasado años, no se ha presentado plan alguno para recuperar su necesaria dimensión. Y tampoco estos días de dolor y muerte, más allá de las medidas de urgencia del Ejecutivo o de los gobiernos autónomos (nuevas ucis, contrataciones temporales, fabricación de respiradores…), se han planificado reformas del modelo.

Por eso los sanitarios confían tanto en los políticos como en aquellas mascarillas de tienda de disfraces que les entregaron como garantía de protección.