No tenía compromiso alguno el domingo por la noche y con toda ilusión fui a ver la película del director chino Bi Gan «Largo viaje hacia la noche». Me había gustado el título y había leído críticas de expertos cinematográficos que la saludaban como «una obra de arte imborrable»; «una fascinante obra maestra de final inolvidable»; «una magnífica introspección sobre la dicotomía del sueño y del recuerdo»; «una alucinación mental portentosa»; «una metáfora sobre el relato en sí mismo para ahondar en la lógica interna y en el estado mental de los personajes»... La catarata de elogios se multiplicaba con el trabajo del director, «una puesta en escena que hace confluir a la perfección el fondo y la forma: cincuenta minutos de plano secuencia sin cortes de montaje...»

Ilusionado con todas estas recomendaciones, me senté en la butaca provisto de mis preceptivas gafas de 3D, que el espectador debe ponerse cuando hace lo propio en pantalla el protagonista de la cinta, el actor Tang Wei. La sala estaba llena, lo que también era buena señal. Seguro que todos/as habrían leído las mismas y formidables críticas.

Un cuarto de hora después, algunas dudas comenzaban a agitarme en la butaca. ¿No se entendía la peli o era yo quien no comprendía nada? Debía ser lo segundo, claro, un despiste mío, y me concentré a tope.

Media hora después, había salido de dudas: aquello, fuera lo que fuese lo que Bi Gan pretendía contar, no tenía pies ni cabeza.

El protagonista regresaba a su ciudad natal en busca de una mujer, y ahí se cortaba el hilo argumental. Una sucesión de escenas sin el menor sentido, de diálogos absurdos, mudos planos eternos con actores comiendo manzanas o jugando al ping-pong me iban hundiendo más y más en una total incomprensión. A diferencia de la opinión de los reputados críticos que calificaban eso de obra maestra, todo me pareció entre malo y muy malo. Ridículo el guión, penosa la atmósfera, patéticos los actores... Lo peor, la pretendida trascendencia filosófica del director de bucear en el pasado, en la memoria y en la ficción con supuestas claves neuronales y estéticas. Un bodrio.