Justo antes de que me detectaran cáncer me compré una bici. Me creía Mikel Landa. La usé dos veces, siempre acompañado de Óscar; luego llegó el diagnóstico. Tan mal me lo pintaron que pensé en venderla, total ya no la iba a utilizar más. No lo hice. Y hace unas semanas, después de meses, volví a salir a la carretera: solo una hora, también con Óscar. Fue uno de los viajes más emocionantes que he hecho.

Mucha gente me pregunta por qué no me voy ahora a dar la vuelta al mundo o a visitar ciudades. Esta semana estuve de nuevo en la redacción de este diario. Llevaba sin pisarla desde el año pasado. Al entrar y ver a los compañeros sentí una emoción que ningún lugar del globo puede darme. O cada vez que voy a mi pueblo, Lledó, y abrazo a mis padres y a mi hermano. Un viaje para ver a mi madre me ofrece más atractivos que Nueva York. Rechazaría visitar la luna por ellos.

Las personas a las que queremos son las que dan sentido a cada paso que damos: filosofía de andar por casa. Benidorm resulta idílico en buena compañía; Altea, un firmamento blanco. No cambio ninguno de los tés que me he tomado con amigos por los que bebería en Estambul. Prefiero una comida o una cena aquí, con mi gente, que en París. O un atardecer en lo alto de Conde Aranda, mientras suena la música y corre el vino, que uno en una playa de Ibiza. Asumo que no haré una maratón. Aceptarlo ha sido más doloroso que recorrer 42,195 kilómetros; no hay tránsito sin capitulaciones. Esta semana compré un contador de kilómetros para mi bicicleta.