No deseo polemizar con quienes puedan sostener que el paso siguiente para recuperar los Bienes retenidos indebidamente (más que depositados) en Lérida, deba ser el de enajenar los bienes cuestionados al Gobierno de Aragón que, según parece, confía en poderlos recobrar más sencillamente que si aquellos siguieran bajo la titularidad de los obispados altoaragoneses.

Ese inventario parece que pasó a la historia de lo casi imposible. ¿Por qué y para que debería procederse de esa manera? Lo desconozco porque si bien esa tesis se ha mantenido desde posiciones que me parecen más políticas que jurídicas, no sé razón alguna que asegure que si los bienes fueran de la comunidad autónoma, dispondríamos de mayores garantías de recuperación.

Y vuelvo a hacerme aquellas preguntas: ¿por qué? y ¿para qué? Algo lisa y llanamente dicho, no confío en que la Administración autónoma disponga de más posibilidades que los obispados de Barbastro-Monzón y de Huesca para remediar antes el problema, a fuerza según parece, de insistir en la vía judicial.

La inhibición que afecta a esta materia, tanto en el ámbito político como en el canónico, genera de facto, por unas u otras causas, la inactividad de las instituciones llamadas a abordar y resolver la ejecución pendiente, siendo de desear que se sustituya cuanto antes por una actitud activa que asegure ya, sin más retrasos, tan inhumanamente difíciles de aceptar como si los mismos fueran necesarios.

Lo que importa ahora es que se ejecuten las sentencias ya dictadas y que sean definitivas, irrecurribles y por tanto, firmes. No cabe pensar en que alguien dotado de intereses calificados como legítimos pudiera proponerse que esas sentencias no se ejecutasen y piensa también uno que ni la Santa Sede ni el Gobierno del Estado español deberían diferir más el logro del entendimiento preciso entre esos poderes para promover la ejecución de los fallos que todavía están pendientes y su consecuencia ineludible, esto es, el retorno de los bienes que siguen durmiendo en Lérida «el sueño de los injustos».

¿A quién beneficiarían esas dilaciones y a quiénes les serían imputables las responsabilidades correspondientes? Es obvio que, la sentencia que una vez firme no se lleva a su debido cumplimiento en término razonable, deteriora el crédito institucional porque lo declarado pero no ejecutado, se convierte meramente en flatus vocis y ese desprestigio afecta a Roma y a Madrid, a ambos poderes.

Tanto en el orden canónico (canon 1656 y siguientes del del CDC), como en el orden civil del ordenamiento jurídico español (art. 118 de la Constitución) «las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales deben cumplirse», lo mismo que también se debe prestar la colaboración requerida por estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto, según se lee también en el citado texto constitucional y parecidamente también en los artículos ya mencionados del CDC.

Con el mayor respeto aunque no con menor firmeza, debe consignarse igualmente que lo inadmisible sería la inhibición y la dilación institucional, ya sea dejando de hacer la Santa Sede y el Gobierno del Estado español, lo que procede que efectúe (ejecutar aquellos fallos) o ya sea permitiendo además, que el Obispado de Lérida permanezca, sin reproche vaticano, manteniendo su extraño régimen de subordinación a la Generalidad barcelonesa y de espaldas a Roma, en este materia.

Abundando en lo que ahora imprescindiblemente insisto, en la pronta ejecución de los dos fallos recaídos uno en la jurisdicción canónica y otro en la ordinaria del ordenamiento jurídico de España, es preciso que no discurra más tiempo sin poner remedio a situaciones tan lamentables.

¿Quién podría tener interés legítimo para que no se ejecutasen esos y otros fallos firmes pero no tramitados hasta la fecha? Tanto las instituciones políticas como las eclesiásticas concernidas deben mostrarse propicias a que se ejecuten dichas sentencias.