Aveces me imagino que le tengo que explicar a mi abuela, que no se movió nunca de nuestro pequeño pueblo, la relación que tienen con los perros muchas personas por estas latitudes: que no solo no les relegan al espacio de fuera, considerado sucio, atados para que no se escapen, empleados para ayudar a pasturar, alimentados con las sobras de las comidas familiares, sino que entran en las casas aunque puedan ser diminutos apartamentos de ciudad, que se les pasea un par de veces al día, que se les alimenta con piensos de calidad, que los dueños recogen sus excrementos, los acarician como si fueran niños, que a veces saltan por sofás y camas y hasta duermen con su humano correspondiente,.

Y aunque según cuál sea la parentela que te ha tocado se puede llegar a entender esta preferencia, lo cierto es que el lugar privilegiado de los perros y otras mascotas en las sociedades occidentales es uno de los fenómenos más extraños y difíciles de explicar a aquellos que no lo han vivido siempre.

Recuerdo la estupefacción que viví hace años al visitar por primera vez Nueva York: por las calles y los parques había más perros que niños, guarderías para cuidarlos, personas que en vez de pasearlos los llevaban en un cochecito y hasta había salones de manicura caninas. Esta es la parte inocua de la humanización de los animales, tratarlos como personas aunque no lo sean, pero el fenómeno tiene una vertiente agria que puede provocar situaciones de conflicto. Lo viví cuando mi hija era muy pequeña y caminaba por el barrio: al encontrarnos con según qué perros, tenía que cogerla para ahorrarle un susto. Si alguna vez pedía al humano correspondiente que hiciera el favor de atar a su mejor amigo, a menudo me cruzaba con personas ofendidas que me contestaban: «Pero si no hace nada». No hace nada hasta que lo hace porque la conducta animal no puede asimilarse a la de las personas por mucho que quieras a tu mascota. Esto lo dice incluso César Millán, el encantador de perros.

*Escritora