España, parece ser, sufre un súbito agravamiento de sus males crónicos. Las viejas contradicciones de un país donde todas las revoluciones contemporáneas fueron derrotadas por la negra reacción se agudizan. Pero no hay que alarmarse: ahora somos Europa, estamos bastante desarrollados (aunque con no pocas disfunciones), existe suficiente estabilidad, y ello nos permite cambiar el aire trágico de los pasados años Treinta por una atmósfera cómica, surreal y majadera muy posmoderna. Nos rodea una política falsa como un billete de 25 euros. Pero podemos tolerarla. Basta con pasarnos ese papel moneda de mentira fingiendo que es auténtico.

Hace años que se percibe la falsedad. A veces hasta da risa. Yo casi me troncho cuando en plena campaña del 21-D, con España entera conteniendo la respiración tras la intentona independentista que nunca existió, Évole moderó una especie de cara a cara entre las dos candidatas fundamentales, la unionista Arrimadas y la secesionista Rovira. Preguntoles el colega, así, de repente, cuál era el índice de paro en Cataluña. Y las doñas, exhibiendo su enciclopédica incultura, salieron por donde pudieron poniéndose ambas de acuerdo, eso sí, en un dato tan lejos del verdadero que casi parecía provocación teatral. No pasó nada, claro. Que dos aspirantes a gobernar un territorio repleto de tensión y problemas ignorasen algo que deberían tener incrustado en la sesera es algo que solo produce observaciones irónicas por parte de los cronistas más críticos y ruidera en las redes. Estamos hechos a todo.

Por ello, la forma en que Mariano Rajoy y Artur Mas se desentienden de la corrupta financiación de sus partidos, las pifias del ministro del Interior y sus colaboradores (la del 1-O, monumental, y encima el tipo presume de tal hazaña), las andanzas de Puigdemont, el cachondeo de las euroórdenes fantasmas, las revelaciones de Correa, las angustias de Pedro Sánchez, los flipes del alucinante dúo Iglesias&Echenique... todo, en fin, es simple disparate. No se lo tomen en serio. No es real.