En España, el que va para rey se casa por la iglesia. ¿Se imaginan la boda real por lo civil? Y sin embargo apenas hay en España quien se asombre de que un autor mediocre, que va para menos, se ensucie en lo más alto para escandalizar al público. No obstante, y dejando a un lado otros aspectos en los que no es posible comparación alguna, la diferencia que advertimos entre la vistosa ceremonia celebrada en la catedral de la Almudena y el espectáculo perpetrado días antes en el teatro del Círculo de Bellas Artes, entre la boda del Príncipe de Asturias y el bodrio del cuñado de Esperanza Aguirre, no es tanto la que separa la fe religiosa de la in-creencia atea cuanto la que distingue la deferencia real de la real intolerancia.

"Blasfemar" es lo mismo que "maldecir", un término que se opone a "bendecir". Ambos verbos se refieren a actos de habla muy pragmáticos, en los que importa más lo que se hace que lo que se dice. Pues dígase lo que se diga, lo que se hace es bendecir o maldecir el santo nombre de Dios. La fórmula común de la blasfemia es "cagarse en" lo más alto, no en Dios --que puede ser inalcanzable si es que existe fuera del mundo-- sino en el nombre de Dios y, por tanto, en lo que se bendice o consagra bajo tal nombre. En un mundo definido por la religión, establecido en nombre de Dios por los creyentes de una iglesia, o por sus ministros, la blasfemia puede entenderse como un acto de afirmación de la libertad individual contra todo el mundo. Una subversión legítima, y un acto de intolerancia, sí, pero contra lo que es intolerable: contra la imposición de un orden consagrado y la exclusión de cualquier otro que se le oponga.

EN CAMBIO en un mundo en el que caben muchos mundos o, mejor, en una sociedad abierta en la que cabemos todos sin que nadie imponga a nadie sus creencias, sus dioses o sus demonios, y en un Estado laico aunque no laicista, ha de parecer una intolerancia ilegítima blasfemar contra los creyentes y difamar su mundo, su iglesia o su casa, en la que sólo ellos habitan porque les place. Blasfemar en tal situación es herir los sentimientos más profundos de los creyentes y poner lo más bajo de uno mismo sobre sus cabezas, cagarse encima, y exhibir la parte más obscena del ateísmo, que no es negar la existencia de Dios sino querer ser como Dios. Incluso en la plaza y en la calle, siempre que no obliguen a nadie a ir en su procesión o impidan otras, los creyentes merecen el mismo respeto que los ateos.

Por lo demás en un mundo secularizado o poscristiano, es normal que se haga un uso laico y no religioso de los ritos, de los mitos y de los símbolos cristianos. Pensemos, por ejemplo, en las procesiones de Semana Santa, en la ofrenda de flores a la Virgen del Pilar, en los funerales que se celebran como actos sociales y, por supuesto, en la boda de don Felipe con doña Letizia. Ni los más puntillosos defensores del laicismo que se metieron con Bono por aquello de jurar su cargo ante la Biblia, han dicho nada, que yo sepa, de esta "feliz conjunción" del trono y el altar en la Almudena, y de abrir la boca es de suponer que haya sido para contemplar embobados la ceremonia como todo el mundo.

La secularización es también un proceso que convierte en disfraz y metáfora de la sociedad civil occidental los residuos del cristianismo: que recicla su culto en cultura religiosa y ésta en religión "esbafada", desvirtuada, evaporada, algo que ha perdido su esencia y que no dice nada de otro mundo, sin que nadie advierta ya la diferencia de la fe cristiana o la eche en falta. Como la jaculatoria de la beata que dejó de serlo, como un "diosmío" cualquiera, como un "adiós" sin respuesta ni contradicción alguna. O como la blasfemia del labrador en la taberna, que tampoco dice nada y apenas es una muletilla para su corta conversación.

HAY UNA tolerancia ordinaria cuyo precio es la indiferencia, una tolerancia que empobrece la sociedad eliminando las diferencias de la vida pública. Aún así vale la pena pagar un precio tan alto, si con ello evitamos las guerras. Pero si queremos una sociedad viva y no sólo una sociedad tranquila, si queremos una paz, alguna paz que no sea la paz del cementerio, necesitaremos una tolerancia que nos permita salvar las diferencias sin eliminarlas.

Es esta una virtud extraordinaria que hace posible el diálogo y la convivencia entre los que creen o dejan de creer libre y responsablemente. No por costumbre, ni siquiera por la costumbre de llevar la contraria.

*Filósofo