La vio al contraluz, transparente como un ángel vestido de virgen desnudez, y se enamoró perdidamente aquel mediodía de feria. Valiente de pecho hacia delante fue hacia ella y la sedujo con palabras cortas y miradas largas bajo una palmera iluminada por la sangre del sol. Un mes después, se habían casado como algún dios manda, radiantes de felicidad, absorbidos el uno por el otro, viendo sus bocas como futuro próximo y eterno. Un día a él se le fue la mano, así, como sin querer, con un gesto de cariñosa autoridad, un tímido latigazo de orgullo viril, para marcar el territorio. Arrepentido después, la cogió entre sus brazos y lloró con desconsuelo sobre su pecho, que aprendió a latir como el del animal que conoce por primera vez el cepo del cazador furtivo en el bosque que fue amigo. Otra noche desató su ira por un mal trago, por una partida perdida, por que tocaba, sin más, y acabaron en urgencias, con el rostro de la mujer desgarrado por violentos golpes de experto cirujano de puños de hierro asesino. A su lado, a la espera de que la cosieran los párpados y el labio, volvió a jurar que aquello no ocurriría, que la amaba más que a su vida, que había sido un momento de ceguera. Espantada por el terror, aún temblorosa y perdida, silenciando a su familia y sus amigos su terrible secreto para no preocuparles, se dejó convencer por el verdugo y volvió al hogar con la mirada congelada del condenado inocente, de quien reza con escasa fe para que la siguiente paliza sea la última. Estuvo un tiempo calmada la bestia, síntoma de la tormenta devastadora que finge dormir mientras planifica la destrucción. No tardó mucho en buscarla, en arrinconarla en una habitación para patearle el cuerpo con especial cuidado de que no quedara un solo centímetro sin demoler. Fue a la cocina y volvió con un cuchillo, valiente de pecho hacia delante, para matarla a puñaladas, pero a última hora se arrepintió y prefirió clavarle el acero en el corazón en un gesto de romántica despedida, para que viera que la quiso hasta el final. Pasean a esta misma hora libres y enamorados, iluminados por el sol de un mediodía de medias leyes sobre el maltrato, esos demonios domésticos. Y mientras tanto miramos hacia otro lado cuando un ataúd blanco va camino del cementerio, con el marido presidiendo la comitiva vestido de riguroso luto ensangrentado, llorando con lágrimas homicidas.