Si nos dejamos llevar por el vaivén marcado ya desde hace tiempo por los medios de comunicación, parece que la nación española y todo el orbe están ya sumidos en un sinvivir debido a la futura boda real de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz. Según un informe encargado por la Fundación Destino Madrid, ofrecerán información del evento 600 televisiones nacionales e internacionales, 2.150 periódicos, 1.000 radios, 950 revistas generales y otras 900 del corazón. Por si fuera poco, el diseñador del vestido de la novia, Manuel Pertegaz, va depositando generosamente delicados bombones en nuestras ávidas bocas al ir revelando que el vestido tendrá "un velo maravilloso" o "mangas modernísimas" o "un escote modesto". No obstante, el traje del Príncipe consorte proporciona menos emociones, pues (lo que faltaba...) irá vestido con uniforme militar de gala.

NI QUE DECIR tiene que la boda, como cualquier otra, sólo debe suscitar en las personas de buena voluntad felicitaciones y sentimientos positivos. Es decir, vaya por delante el deseo de que les vaya bien, sean felices y tengan cuantos hijos se propongan, todos ellos sanos y hermosos. Sin embargo, cabe al mismo tiempo preguntarse qué parte de toda esta parafernalia se debe a la celebración de la boda de los futuros (a no ser que san Sisebuto haga algo para remediarlo) monarcas de un país desarrollado y qué otra parte sólo es fiel reflejo de la estulticia y del papanatismo de tantos tirios y de tantos troyanos.

Ciertamente, las bodas de la gente rica o poderosa o famosa buscan ser sonadas y de mucho postín, llegando incluso en algunos casos a remedar o superar aquellos Celtiberia Show del añorado Luis Carandell (piénsese, por ejemplo, en los fastos escuralienses de la boda de una hija del presidente José María Aznar). Y es que a veces el poder puede dejar miope y algo mermado en funciones cerebrales que en principio deberían ser sólo de sentido común.

Ahora bien, el próximo enlace matrimonial entre Letizia y Felipe ya es otra cosa: por un lado, se trata de la futura Jefatura del Estado y, por otro, ni el más imaginativo de los seres humanos puede hacerse una idea ajustada de las toneladas de aire, de humo y de nada que van a caer sobre nuestras cabezas. O sea, no es una boda, sino una bodísima .

TAMAÑOS acontecimientos tienen también sus ventajas. Por ejemplo, producen efectos anestésicos sobre una parte de la población: no cabe la menor duda de que la tele enseñará como botón de muestra una multitud de enfervorizadas y llorosas señoras, que, a pie de valla, a duras penas podrán contener su emoción, aunque sigan igual de vivitas y coleando las estrecheces económicas, los líos intrafamiliares y algún que otro problemilla más enquistado desde hace lustros en el hogar. Otros efectos, en cambio, son psíquico-catárticos: si se ha cumplido --pensará alguno-- el cuento de Cenicienta y la vida puede llegar a convertirse en tan maravillosa, entonces mi propia existencia, por muy gris, hortera, tediosa y frustrante que sea, puede asimismo tener remedio.

Uno de los colectivos que más se frotan las manos de gusto por tan magno acontecimientos es el de los políticos y los gobernantes, pues cuanto menos se hable de lo que no les conviene, mejor. Como por la misma fecha brillarán fulgurantes en el firmamento del desierto donde moramos, entre otras cosas, la boda, la final de la Champions o el Europeo de Naciones de fútbol, sería una cuestión de mal gusto plantear cosas tan prosaicas como la vivienda, la educación, la sanidad, el paro o el simple llegar sin muchos quebrantos a fin de mes. De hecho, algo parecido está ocurriendo desde hace tiempo en la precampaña y la campaña electoral: ¿a qué viene hablar de problemas concretos y graves, dar cuentas de lo hecho durante la legislatura anterior o prometer algo que no sea ridículo o desmesurado, teniendo a mano otros acontecimientos, festines y fastos como las citas medio a ciegas de Carod Rovira, el Plan Ibarretxe, las primeras piedras del PHN, las declaraciones del mayordomo de Lady Di o la conmovedoramente patriótica decisión de Pertegaz de dar marcha atrás a un encargo de tela de importación, pues la tela del vestido de la novia tiene que ser española?

En resumidas cuentas y como afectuosa y espontánea aportación al programa de festejos de la boda: ¡Vivan los novios y viva la República.! Y, de paso, por si cuela: ¡Teruel también existe!

*Profesor de Filosofía