El nuevo proyecto del Real Zaragoza en Segunda, el cuarto con la actual propiedad al cargo, y el primero con los nombres y apellidos de Lalo Arantegui, se pensó, se dibujó sobre un boceto y se ha ejecutado a lo largo de estos últimos meses bajo unas premisas fundamentales: renovación absoluta de la plantilla anterior, apertura de ventanas, numerosas apuestas por futbolistas jóvenes, sin apenas bagaje, con todo por hacer, llegados varios de destinos exóticos y, al menos a priori, físicamente buenos. A priori. Todo en busca de un equipo fiable, el concepto en mayúsculas de este verano y la obsesión tanto del director deportivo como de Natxo González.

La aspiración, que por el momento no es más que eso, es que nazca un Real Zaragoza seguro, competitivo y fuerte, sin aquellas manifiestas flaquezas de la campaña pasada que a punto estuvieron de dar con los huesos del club en Segunda División B. Después de la pretemporada y del primer partido de Liga, saldado con derrota en Tenerife, el Real Zaragoza está lejos de ser lo que sus ideólogos pensaron que iba a ser por estas fechas.

Las primeras señales declaradas en los bolos veraniegos y en el Heliodoro no son bagaje suficiente para emitir juicios sumarísimos, pero sí sirven para intuir sospechas que el tiempo confirmará o desmentirá. Por el momento el objetivo está lejos: el equipo no es un equipo. No hay fiabilidad ni consistencia colectiva y sí numerosos errores de desarrollo y carácter individual. A estas alturas el temor del Zaragoza en los rivales solamente lo provoca un lobo, Borja Iglesias, extraordinario delantero, fichaje de notables registros, pero que no tiene manada detrás. Y, claro, así el equipo se queda sin fuerza.