Ser breve hablando en público no es sencillo y exige bastante preparación. Nadie sabe tanto que le permita improvisar la forma y el contenido de su discurso ni en un mitin ni en un sermón ni en una clase. Churchill tan famoso por sus improvisaciones, las elaboraba previsoramente, con el mayor cuidado. A la hora de hablar en público, se necesita cierta disciplina a fin de hacerlo con oportunidad y coherencia. De ahí que cuando no se pueda preparar lo que se desee o tenga que decirse, resulte recomendable guardar silencio o por lo menos, ser muy breve pero no anunciándolo porque cuando un orador comienza asegurando que "va a ser breve", resulta casi indefectiblemente que habla más de la cuenta y los que le oyen son víctimas de un decir que no suele ser más que una suma de circunvoluciones absurdas, inconexas, desvaídas, reiterativas y tópicas.

Con la brevedad sólo puede cumplir quien sepa de antemano lo que quiera decirnos, cómo hacerlo y sobre todo, en qué forma y cuando acabar y eso sólo sucede, si precedió una reflexión seria que no quiere decir obligadamente extensa. Con la palabra hablada sucede como en los toros: hay que rematar la faena y eso no depende de hacerla larga sino de haberla hecho precisa. Para decir algo, es indispensable renunciar a decirlo todo. Quien no acaba con precisión es como si no hubiera hablado o como si lo hubiera hecho en su contra, ni nos distrae ni nos atrae y despierta el sentido crítico de los temperamentos más pacíficos.

Pero debe reconocerse que todo no puede ser brevedad y que por ejemplo, sólo a fuerza de repetir aprendimos a leer. Muchos profesores y no digamos bastantes predicadores (los hay incapaces de decir "amén" con menos de cinco palabras), entienden que para enseñar o moralizar es necesario repetir ad nauseam; no me atrevo a llevarles la contraria pero el exceso del método conduce a la exasperación cuando no a salir huyendo. Benavente, autor teatral para los desmemoriados y para esos que querrían que el pasado apenas existiera, opinaba que el espectador sólo se entera de lo esencial de la trama si se lo insinúan por lo menos tres veces a lo largo de la obra. Eso me recuerda lo que me recomendaba un seguidor político cuando ya hacía años de la fundación del PAR: "Hipólito, tienes que decir más veces que somos aragonesistas" y a mí me venía a la cabeza aquello de la banda local: "maestro, ¿qué tocamos ahora?". Y el maestro respondía invariablemente: "lo mismo, que vamos por otra calle".

Sucede con eso de la brevedad y con la intención de lo que se dice concisamente, lo de aquel capitán que siempre aludía en el cuaderno de bitácora a las andanzas alcohólicas de su primer oficial por más que éste le pidiera un poco de comprensión. Un día en que el irreprochable capitán cayó enfermo, al primer oficial le llegó la ocasión de resarcirse y lo hizo redactando el parte de manera tan escueta cómo expresiva: "hoy no se emborrachó el capitán". Era difícil hablar con menos palabras y con más intención.

En mis tiempos de estudiante en la Facultad de Derecho de Madrid había un catedrático tan amante de ser prolijo, que se pasaba meses enteros hablando de la posesión; un día, cuando entró en el aula, sus ojos tropezaron con una frase escrita en el encerado con letras de buen tamaño:"la posesión; novena semana de éxito ininterrumpido". Al profesor no le sentó bien aquella justa crítica pese a que debía haber entendido que el tiempo que ganaba su alumnado aprendiendo tantas cosas acerca de la posesión, era el mismo que perdían para saber algo, simplemente algo, sobre la propiedad y de los demás derechos reales. Pero claro, los alumnos debían respetar la libertad de cátedra del maestro aunque saliese malparado el derecho a la enseñanza de los pupilos, que se resignaban de buena fe creyendo que cuando el profesor hacía un uso tan desproporcionado del tiempo disponible, era por el bien de ellos; lo mismo que nos dirían los políticos si se le ocurriera a alguien pedirles cuentas, cosa que la Constitución no se atreve a exigir.

Así que nos movemos entre el ansia de hablar y la evidente necesidad de ser sucintos. El arte de la política si es que merece ese nombre la que se practica tan frecuentemente, usa y abusa de las dos técnicas: por una parte, se reduce todo a un mensaje de pocas palabras (táctica de la brevedad) y por otra, repite miles de veces, por escrito, megafonía, radio, televisión y últimamente, por Internet (táctica de la repetición); así se transmiten a las mentes más inermes, llamadas por otro nombre, electores. Si hay algo que no se pueda decir de los políticos es que sean tontos; esa sagacidad para extraer de lo breve y de lo reiterativo lo que más conviene, lo acredita.

Y otras cosas.