A la lógica expectación que había generado el primer discurso navideño de Felipe VI, le sucedió una decepción más o menos generalizada en lo tocante a su hermana Cristina de Borbón y a su cuñado Iñaki Urdangarin, a cuya situación judicial no aludió. Pero el Rey, que, aun en abstracto, sí arremetió contra la corrupción, no podía hacer otra cosa. Porque, además de las limitaciones que la ley impone en España al Jefe del Estado --reina pero no gobierna--, es positivo que la acción del monarca se rodee de un cierto aire de prudencia, de distancia, de contención y, en fin, de buenismo. Ello no ha impedido que se levante un muro entre los duques de Palma y la familia real, a la que, de facto, aquellos ya no pertenecen. Ni que, como puede deducirse, don Felipe haya optado por esperar y que lo que tenga que pasar con los derechos dinásticos de la todavía infanta caiga por su propio peso, a medida que actúa el juez. Al entramado institucional y al conjunto de la sociedad de nuestro país les viene bien que alguien sobrevuele sus problemas. Y, por supuesto, que, además de dando ejemplo, lo haga lejos de las trincheras en las que se instala a menudo la política, especialmente cuando se acercan unas elecciones. El buenismo no es sinónimo de debilidad. Más bien equivale a mano tendida, a voluntad de diálogo, a búsqueda de consenso... Y a este país le hace falta mucho de eso. Bien harían en recordarlo quienes pretenden conquistar nuestros votos a cara de perro y llevando el cuchillo entre los dientes. Periodista