La vida, a veces, te da alguna satisfacción. Me refiero, por ejemplo, a cuando un mandatario negacionista pilla el covid y se convierte en creyente de la causa (tipo Boris Johnson) o cuando no se convierte y a ver qué pasa (lo de Trump no puede acabar bien). O cuando lees que la burbuja del fútbol, esa indecencia, ha explotado de un día para otro. Sin público para pagar entradas y servicios, sin los patrocinadores que se retiran, y con una reducción de más del 10% en los derechos televisivos, los clubs han perdido el margen que les permitía gastar en traspasos cifras estratosféricas, auténticas locuras.

Y yo me alegro por los canteranos de los equipos, que ahora (es un suponer) tendrán más proyección. Pero me alegro sobre todo por no tener que oír en las noticias que Fulano de Tal, un futbolista con dos neuronas mal contadas, un ego enorme y montones de tatuajes idiotas, cobra lo mismo que lo que costaría construir un hospital.

O que su novia, todavía más tonta pero que encima no juega bien al fútbol, le ha dado el enésimo hijo (solo con lo que producen las mujeres de los futbolistas de élite se levantan solos los índices de natalidad de un país).

Aun así, las cifras que se manejan son tremendas. Este año en traspasos se han gastado 400 millones, lejos de los 1.000 del año pasado.

Por el camino todo el mundo cobra comisiones, los representantes se forran, los padres de los futbolistas se llevan lo suyo, no sé cómo va el tema de la deuda de los equipos españoles a la Seguridad Social (según el último informe del Tribunal de Cuentas, de 2018, debían 218 millones de euros. Deja tú de pagar una cuota y verás).

En fin, que la vida, de vez en cuando, te da alguna satisfacción.