La Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de introducir, en la nueva Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11), el síndrome del trabajador quemado (burnout). Hablamos de un trastorno asociado al empleo o al desempleo. Supone un avance que va a beneficiar tanto a los afectados como a los profesionales de la salud, ya seamos médicos o psicólogos. Lo que redundará en la eficacia del apoyo que podamos aportar para mejorar la vida de las personas. Esto también debería ayudar a que el síndrome se tipifique en España como enfermedad profesional, como reclaman los sindicatos. No vaya a ser que descarguemos la responsabilidad de este problema en las personas, exclusivamente, y no en las precarias condiciones laborales. Este trastorno, que es más un proceso que una patología en sí, ahora se llamará síndrome de desgaste emocional. No es nuevo. Surgió allá por los años setenta del siglo pasado. Tiene un carácter tridimensional: agotamiento emocional, despersonalización y falta de realización personal. Este síndrome se estudia, también, en psicología deportiva. La ausencia de motivación y el abandono de la actividad en el deporte, tienen que ver con el denominado burnout. Lo que falta por analizar es la incidencia de esta nueva enfermedad en la vida social y, en concreto, en las elecciones. Un tema en el que la psicología puede colaborar con la sociología de cara a mejorar los mecanismos de participación electoral. Los cuatro comicios que se han celebrado en el plazo de un mes, junto a la campaña permanente que llevamos arrastrando sin descanso, en los últimos años, están generando un síndrome de desgaste, en este caso, electoral. Afortunadamente no hablamos del hecho de ir a votar. Hago alusión a la escalada interminable de tensión, disfrazada de información interesada, que ha provocado un agotamiento emocional. Este primer elemento del nuevo síndrome se ha constatado en la falta de intensidad social con la que se ha vivido en la calle las elecciones. Afortunadamente eso no ha sido óbice para que la mayoría silenciosa de todos los partidos, se expresara y acudiera a votar el pasado mes de abril. La despersonalización política la hemos visto cuando el electorado se ha identificado, de forma diferente, en función del tipo de elección y ámbito territorial en el que votaba. Lo que no es intrínsecamente negativo. Más bien ha sido un comportamiento defensivo ante tanta agresividad percibida. La sociedad es sabia y ha normalizado, en mayo, su participación y voto en un equilibrio por la supervivencia. A todos nos gustaría que nuestras opciones preferidas hubieran arrasado en todas las votaciones. Pero cuando señalaba en mi anterior artículo del pasado domingo que «había partido», quería decir que la realidad se podría imponer a los deseos. No es que en estas elecciones dejaran de votar, o votaran más, sectores progresistas o conservadores. Se trata de que el electorado, en su conjunto, ha funcionado como lo que es. Un ser vivo, complejo y multicelular que se comporta como un todo. Sabía cuando expandirse en abril y cuando retomar su estado cotidiano en mayo. Pero seguía siendo el mismo. Ahora estamos pendientes de que pueda aparecer el tercer factor del síndrome que nos acecha: la falta de realización personal. Se podrá dar, o no, en función de que la ciudadanía perciba que su esfuerzo ha servido para algo. La gente ha cumplido depositando el voto, pero la digestión depende de sus representantes. Las instituciones son, todas, un reflejo real de nuestra vida. Las normativas electorales facilitan o dificultan la expresión popular. Zaragoza sería igual de conservadora, o progresista, si no existiera el límite del 5% para entrar en el ayuntamiento. Sin esa barrera, y con los mismos votos, CHA le hubiera quitado un concejal al PP. Eso ha hecho que una mayoría de izquierda no sea hoy tan evidente en la capital. Y un escaño separa también los bloques ideológicos de inicio en el parlamento aragonés. Pero no es el momento de criticar las reglas sino de aplicar el resultado de las urnas. Siendo tan complicados en el día a día, es lógico que, hasta el inestable equilibrio de acuerdos tras las votaciones sea percibido con naturalidad. Éramos, somos y seremos así. Por eso resulta obligado entendernos con el máximo respeto a la opinión expresada. Seguro que los pactos a los que llegue una formación no contentarán a todos sus votantes. Pero tampoco nos gustan todas las opiniones, ni todos los acuerdos a los que debemos llegar cada día en nuestra casa, con nuestros hijos o con el vecino de enfrente. Sí tenemos la obligación de elegir la que creemos es la mejor opción y gestionarla con el respaldo mayoritario. Hagamos un esfuerzo para evitar que este síndrome de desgaste llegue al electorado. De todos modos ya no hay elecciones a la vista. Perdón. Se me olvidaba la ratificación, en referéndum, de la continuidad de Víctor Fernández, este domingo en la Romareda. Seguro que ni en eso estamos todos de acuerdo. <b>

*</b>Psicólogo y escritor