Sin duda, el transilvano más famoso de la historia es Vlad Tepes, más conocido como el conde Drakul, o simplemente Drácula. A raíz de su conversión en personaje de ficción, gracias a la mano maestra, mágica, de su creador, Bram Stoker, no ha habido año que no se haya redoblado su culto. Siendo hoy, sin duda, Drácula el arquetipo de terror más repetido en la literatura, el cine, la fotografía, el cómic... y en cualquier expresión narrativa o artística o soporte desde el que sea capaz de aterrarnos con sus ensangrentados colmillos, al transformarse en vampiro cuando la noche cae y su ataúd se abre.

El Conde, así, con mayúsculas, acaba de inspirar una nueva novela, La Biblia perdida (Ediciones B), de Igor Bergler.

Un thriller de actualidad, con buscadores de reliquias, espías, contraespías, persecuciones, enigmas y todo lo que el lector espera de este tipo de novelas de puro ocio, a las que no hay que exigir grandes dosis de calidad literaria, pero sí que entretengan con sus peripecias, y que documenten con corrección y sepan divulgar los episodios históricos en los que se apoyan.

Aquí se dan estas premisas, dentro de la libérrima imaginación del autor, quien se atreve a conectar a Tepes con Gutemberg, el inventor de la imprenta, y a las primeras Biblias que este imprimió en sus prensas de Maguncia con una supuesta Biblia del diablo en cuya búsqueda compiten varios de los protagonistas de La Biblia perdida.

El principal, Charles Baker, un historiador clásico concebido en la indisimulada, clónica línea del Robert Langdon de Dan Brown tiene asimismo entre ceja y ceja descubrir el paradero de la espada de Vlad Tepes. Un arma legendaria que ya su abuelo, arqueólogo, como él, anduvo buscando sin éxito por las viejas ruinas de Europa y cuyo filo, al atesorar poderes druídicos, abrirá la puerta a las especulaciones con el más allá y, por supuesto, a una relación con el maligo.

Una novela para viajar por las antiguas fronteras de centro Europa, por aquellos campos donde Vlad Tepes, el conde Drakul, también llamado el Empalador, hacía bueno su apodo sembrándolos de cadáveres de soldados turcos, atrozmente empalados.