Mientras esperamos a que los faldones de la prensa de Madrid publiquen por entregas el desenlace del episodio nacional de la huida del Rey emérito, los medios están difundiendo las dos visiones contrapuestas que existen sobre su figura. La más antigua exalta el papel de Juan Carlos I como hombre providencial durante la transición y la más reciente insiste sobre la corrupción y sobreprotección de la monarquía durante todos estos años. Pero como la historia no se construye solo con las vidas de los reyes, cabe la posibilidad de reflexionar sobre algunos conflictos que se produjeron durante su vida activa y su relación con el presente.

Durante la educación que recibió en la España franquista comenzaban ya los primeros movimientos de oposición debido a las contradicciones del propio sistema. Los planes de estabilización, el éxodo rural, la emigración a Europa o el fomento del turismo transformaron profundamente la sociedad porque aumentaron los trabajadores urbanos, los estudiantes y los contactos con las democracias occidentales. Esta «nueva sociedad» crítica entró en conflicto con las viejas estructuras políticas de la dictadura, que respondieron al desafío a través del inmovilismo, de la violencia y de los Tribunales de Orden Público. En 1969, cuando fue nombrado por Franco sucesor a la Jefatura del Estado, el movimiento obrero, las protestas estudiantiles o el movimiento vecinal eran ya una realidad muy incómoda para el régimen. No tuvieron la fuerza suficiente para derribarlo, pero contribuyeron decisivamente a hacer inviable su continuidad. Aquí comienza la visión «desde abajo» de la transición española que han construido historiadores partidarios de completar las explicaciones políticas con protagonistas colectivos y luchas de clases. En este sentido, el final del proceso no estaba en la cabeza de ninguna personalidad excepcional, sino que fue el resultado de una compleja correlación de fuerzas que consiguieron encontrarse en una monarquía parlamentaria, democrática y liberal. Esta visión contrasta con la que se había instalado, con matices, en muchos medios de comunicación y en la sociedad desde los años setenta: escamoteaba la memoria histórica con la idea de que «todos fuimos culpables» y defendía la transición «desde arriba», otorgada por hombres excepcionales que casi siempre supieron lo que había que hacer y cuyas ideas solo tuvo que apoyar sabiamente el pueblo español.

Ahora que estas personalidades han desaparecido de la primera línea política, parece buen momento para hacer un breve balance del Régimen del 78 , en cuya construcción y evolución posterior participaron. España conoció una etapa de prosperidad económica y de avances sociales sin precedentes, que seguía el modelo europeo de desarrollo, aunque tardío, de los estados del bienestar. Los fondos europeos y una fiscalidad expansiva se encargaron de ponerlo en marcha y la distancia con las democracias del norte se redujo, pero a cambio de tomar decisiones económicas como la desindustrialización del país o la apuesta por el empleo de baja cualificación en el sector servicios (hostelería y turismo) y la construcción. Este modelo, como dice Pamela Beth Radcliff en La España contemporánea , ha sido sometido a una presión creciente como consecuencia de la globalización, de la inmigración o de un crecimiento lento que hace más difícil financiar los programas sociales, pero también por varias crisis económicas que han impuesto las llamadas políticas de austeridad. Al aumento de la desigualdad y de la precariedad laboral, al bloqueo del ascensor social o al retroceso de los servicios públicos hay que añadir la impresión generalizada de que la corrupción que ha afectado a organismos clave en la etapa anterior, queda muchas veces impune. Finalmente, la política entendida como ejercicio dentro del marco constitucional no solo ha sido incapaz de resolver el conflicto catalán, sino que en ocasiones parece que lo ha estimulado para obtener réditos políticos. A esta crisis general han respondido varios movimientos sociales como el 15-M, un sindicalismo debilitado por el fin de la industria, el feminismo, el ecologismo o el independentismo y ya parece que han provocado alguna reacción de las elites políticas.

En la actualidad parece haber tres vías que se dicen capaces de abordar estos problemas. La primera defiende mantener el sistema y sus estructuras como hasta ahora, aunque sea expulsando del mismo a quienes discrepen. La segunda desea obtener la independencia de un país incorregible y prosperar por fin al lado de las naciones civilizadas de occidente. La tercera pretende caminar hacia una república integradora que nos traiga, casi automáticamente, más democracia, más transparencia y más libertad. Ni siquiera la primera de ellas cuenta con apoyos suficientes para imponerse a las demás, porque las mayorías parlamentarias no son exactamente lo mismo que las mayorías sociales. Si durante la transición los partidos y la sociedad tenían claro que no deseaban continuar con la dictadura, hoy en día debería ser posible asumir que es necesaria una reforma constitucional. El contexto político, económico y social es muy complicado, pero también lo era en los años 70 y las fuerzas políticas de entonces decidieron buscar un compromiso cuyo resultado fue distinto al de sus posiciones iniciales.

Con un sistema político y unas estructuras del Estado tan desprestigiadas no se puede pretender superar esta situación con ejercicios de demagogia epistolar y propaganda institucional, ocultando a la ciudadanía su opinión colectiva sobre esta crisis o vaciando de contenido el término «constitucionalista» para utilizarlo contra quienes manifiesten la más mínima voluntad reformista. Si hubiera acuerdo de presupuestos, una situación sanitaria estabilizada y la llegada de los fondos europeos comenzara a transformar este país, ¿por qué no empezar a pensar en poner una fecha? H