La elección del gobierno que administrará el dinero de unos cuarenta millones de españoles reside en la actitud y el estado de ánimo de un millón y medio de españoles, los únicos capaces de abstenerse o votar al PSOE, al PP o a cualquier otro partido que les caiga simpático. En realidad, si se supiera el domicilio de este millón y medio de españoles y estuvieran debidamente censados, la campaña electoral podría ser mucho menos cansada y los líderes podrían centrarse exclusivamente en ellos, ahorrándose más de un viaje.

La gran masa electora vota a piñón fijo, de una manera tan fiel, como imperturbable, tan tradicional como impasible. Bajo la consigna "serán unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta", dicho sea con perdón y verbigracia, sin ningún ánimo ofensivo, millones de persona votan a los grandes partidos, sin importarles si lo han hecho bien, si lo han hecho mal o como vayan a hacerlo en caso de que ganen las elecciones. El disputado voto del señor Cayo , como escribiría Delibes, se transforma así en un voto soñado y anhelado por los candidatos. Y de la misma manera que el pastor de almas se preocupa mucho más por el pecador que por el virtuoso, y deja las ovejas solas y se lanza en busca de la oveja perdida, así el candidato se obsesiona y le causa insomnio este elector versátil, que es capaz de votar un año PSOE y, otro, al PP, o al contrario, sin ningún empacho ni repugnancia, no sé a dónde vamos a parar, que dicen los fundamentalistas de los partidos, asombrados de que la única religión verdadera, perdón quiero decir el único partido noble, pueda ser despreciado a favor de otro.

Matices tan inaprensibles como la meteorología, la irritación ante una frase, los ritmos biológicos, la atención recibida en una ventanilla, una multa en carretera o la opinión escuchada al jefe pueden determinar la elección de la papeleta e inclinar el ánimo. Y eso determina un gobierno.

*Escritor y periodista