El espectáculo --o acaso debería decir el combate de gladiadores-- de los debates presidenciales de EEUU ha finalizado. Pero es el electorado quien debe dictaminar quién es el vencedor y quién debe sucumbir. Digo que es un espectáculo por el peculiar carácter que han adquirido estos desafíos. Nunca han sido verdaderos debates sobre los temas importantes para el país. Las discusiones se desarrollan en términos tortuosos y demagógicos. Generalmente, los argumentos son vagos, partidistas y, en el mejor de los casos, confusos.

No obstante, incluso estos argumentos contribuyen al verdadero propósito de los debates, que es clarificar lo que, en el mejor de los casos, puede denominarse el carácter y, en la peor de las circunstancias, la imagen, de los candidatos.

Esto es relevante porque, en su abrumadora mayoría, el público nunca habrá tenido realmente contacto directo con los candidatos. Ni éstos con los ciudadanos. La distancia entre el presidente y la opinión pública se ha multiplicado en unos pocos años, pese a los modernos sistemas de comunicación, o quizá a causa de ellos. Antes de la televisión, la radio conseguía una intimidad mucho mayor, porque se tenía que escuchar de verdad. Era esencial cierto nivel de concentración del oyente, y aquellas políticos con atributos de orador, que conseguían transmitir un discurso político con energía y autoridad, podían establecer un intenso vínculo con el radioyente. Roosevelt fue un gran político de la radio; sus íntimas fireside chats (charlas al calor del hogar) durante la Depresión parecían sencillas conversaciones con el pueblo norteamericano.

CUANDO SEiniciaron los debates presidenciales en EEUU, con Nixon y Kennedy en la campaña de 1960, éstos pretendían ser una confrontación tradicional de razonamientos sobre cuestiones políticas. En realidad, Kennedy no ganó los debates gracias a sus argumentos, sino debido a su aspecto físico y a su magnetismo personal, que tan favorablemente contrastaban con la personalidad y apariencia de Nixon, que se negó a someterse al maquillaje televisivo y apareció con un semblante oscuro y siniestro.

La lección no se le escapó a nadie en Washington. Desde entonces, cada debate ha sido más un combate de imagen que de argumentos. Estos han suscitado cada vez menos y menos atención, al ser deliberadamente simplificados y esterilizados, cuajados de eslóganes y manipulados para dar impresiones artificiosas sobre la personalidad del candidato.

Los debates Bush-Kerry han sido probablemente los más pobres hasta el día de hoy. El equipo del presidente intentó prepararle para que transmitiera la imagen de un Kerry políticamente indeciso y poco fiable, dispuesto a subordinar los intereses nacionales de EEUU a la aprobación de otros países y de la ONU, con valores elitistas, políticamente correctos pero que no coinciden con los de la mayoría de estadounidenses.

A Kerry le entrenaron para que reiterara acusaciones concretas contra el presidente: que Bush emprendió "una guerra equivocada" de manera irresponsable, utilizando pruebas poco sólidas, mientras olvidaba perseguir a Al Qaeda y a los verdaderos responsables del 11-S, y que ha favorecido mucho más a los ricos que a los pobres. Una línea de ataque clásica contra una Administración conservadora. A pesar de los sondeos que deciden quién ha ganado , el efecto de los cara a cara dependerá de los juicios que se formen los observadores sobre los respectivos caracteres.

Tras más de cuatro horas y media de debate, no obstante, los mensajes subyacentes en las palabras de los candidatos acabaron por aflorar progresivamente a través de sus artificiosas representaciones. El resultado de los tres debates fue que Kerry pudo desplegar su inteligencia y dominio de la información, y que fue evidente la debilidad del presidente en ambos aspectos. Bush utilizó fórmulas estereotipadas y eslóganes superficiales cuando carecía de argumentos. Exhibió una forma de razonar desganada y convulsa pero, eso sí, en ocasiones, ingeniosa.

SIN EMBARGO,puesto que los debates se han convertido en un test de personalidad, puede que el presidente lo haya hecho mejor. No importan sus orígenes adinerados, en una familia poderosa, ni tampoco hasta qué punto sea artificial su personalidad política (un privilegiado defensor de los ricos presentándose como un hombre de la calle); posee un estilo popular, o un simulacro convincente.

El pesado de Kerry carece de este magnetismo personal: tiene cerebro pero Bush, quizá, el temperamento que el público pide. Si esto se confirma, nos esperan cuatro años muy difíciles.

*Analista político estadounidense.fTribune Media Services.Traducción de Xavier Nerín.