El otro día vi una cabina de teléfono. No sería un buen comienzo para un artículo escrito en 1980, 2001 o 1950, por ejemplo, pero en esta época es todo un acontecimiento ver una. Un hito para el observador urbano, una sorpresa para el paseante, un objeto digno de colarse en la columna. Cabinas: pecios de otra época. Arqueología casi. Ignoro si funcionaba. Casi todas las que se conservan, que no son muchas, están amputadas, pintarrajeadas o sin el auricular. Estuve tentado de meter los dedos en el cajetín a ver si había alguna moneda. Es un gesto caído en el olvido pero que seguro que practiqué alguna vez cuando era estudiante tieso; en esos lejanos tiempos en los que uno bajaba a hacer cola en la de la esquina para telefonear a los progenitores. ¿Cuál sería la última llamada realizada en esa cabina? ¿Las cabinas recibían llamadas o eso solo pasaba en las películas americanas?, ¿Cuánto ocuparán en el espacio las blasfemias proferidas a lo largo de la historia cada vez que una cabina se tragaba una moneda o no devolvía el cambio? En la última época tenían un marcador chiquitín digital que te informaba del saldo. Estabas a punto de decir te llevo esta noche al cine, Mari Pili y quedaba un duro o unos céntimos y a lo mejor se cortaba y Mari Pili quedaba en ascuas por haber oído solo «te llevo esta noche». Las cabina varada que vi, en zona céntrica y de mucho tránsito habrá oído planes, conspiraciones, declaraciones de amor, conjuros, críticas al obispo, admoniciones e incluso anodinas conversaciones sobre el tiempo por matarlo precisamente, el tiempo, ese que se ha llevado a las cabinas a los museos o los desguace y a los rodajes cinematográficos. Me gustan las cabinas, porque están como ausentes. Las cabinas ya no lo eran: estaban al aire libre sin la coraza de cristal. ¿Cuándo sería la última vez que hicimos cola en una cabina? Tal vez a usted, joven, le suene a chino eso de las cabinas. No ha hablado nunca a través de una de ellas. Dígame.