El pasado viernes, la primera ministra británica, Theresa May, anunciaba ante la puerta de Downing Street su decisión de dimitir como líder del partido conservador y como jefa del Ejecutivo. Al oprobio de la renuncia, esperada tras el fracaso de las negociaciones de un acuerdo de salida de la Unión Europea que se ha demostrado un verdadero laberinto, hay que sumar el hecho de que May se marcha empujada por los suyos, que no le han perdonado el intento de abrir las conversaciones a la oposición. Demasiado tarde, la premier comprendió que el único modo de desbloquear la situación era superar la política de bloques, puesto que tanto torys como laboristas están divididos en torno a esta cuestión. Curiosamente, los dos principales beneficiados de su salida serán dos políticos que han jugado a la ambigüedad calculada: el exalcalde de Londres --el histriónico Boris Johnson-- y el líder de la oposición --Jeremy Corbyn--, que avanza algunos grados en su lenta maniobra a favor de un segundo referéndum.

Con esta nueva víctima, el brexit amenaza con convertirse en el Saturno de la política británica, dispuesto a devorar a sus hijos bajo la promesa de mantener el poder en manos conservadoras. No en vano, May se hizo cargo en el 2016 de una decisión de la ciudadanía a la que ella misma había intentado oponerse, alineada con el remain junto su antecesor David Cameron, verdadero artífice de la consulta. Tal y como ha recordado la prensa inglesa este fin de semana, las diferencias entre ambos no pueden ser mayores: mientras Cameron renunciaba a su cargo con el mismo aire de alegre despreocupación con el que tomó controvertidas decisiones que han acabado por amenazar la estabilidad del país (y logros como el acuerdo de paz en el Ulster), May renunció a sus responsabilidades con el halo circunspecto que se le supone a la hija de un pastor protestante. Solo se permitió el llanto al hablar del amor --y el servicio-- a su país.

En un momento en el que se reivindican más las dotes de seducción que el sacrificio y la tenacidad, no es de extrañar que pocos hayan salido en defensa de una mujer «jodidamente difícil», como ella misma se presentaba a sus homólogos europeos. Pese a todo, muchos de sus detractores de hoy acabarán echándola de menos. Tiempo el tiempo.

Pero el escenario que deja May a sus espaldas tampoco será fácil para nadie. Ni para su sucesor al frente del Gobierno británico, ni para las autoridades europeas. De momento, los británicos conservarán sus 73 escaños en el Parlamento Europeo y el éxito del Partido del brexit de Nigel Farage en los comicios de este domingo solo puede empujar a los políticos de su país a un escenario de no acuerdo que perjudicaría a ambas partes. Además, la presencia del bufón de Kent en Estrasburgo animará al cada vez más nutrido grupo antieuropeísta formado por reaccionarios, nacionalistas y extravagantes de todo tipo liderados por el vicepresidente italiano, Matteo Salvini. Esta internacional populista, a caballo entre la altright estadounidense de Bannon y la oleada neoconservadora que llega del Este (Hungría, Polonia y Rumanía) va a exigir un nuevo esfuerzo de concertación entre las familias popular, socialista y liberal para mantener el rumbo en las instituciones comunitarias. Como sucediera en los albores del proyecto europeísta -CECA, tratados de Roma y Euratom--, el acuerdo de fuerzas políticas diversas agrupadas en torno a valores como la defensa de los derechos humanos, la democracia representativa, el Estado del bienestar y el libre comercio son hoy la única garantía de estabilidad en el continente.

Si, tal y como ha advertido en reiteradas ocasiones el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, no va a haber una renegociación de los términos del acuerdo alcanzado con May, todo parece indicar que solo quedan dos alternativas: una nueva prórroga en la ejecución del brexit que permita un cambio en la situación política local (elecciones generales, con el segundo referéndum como tema central) o una salida sin acuerdo. Este último escenario podría provocar un deterioro importantísimo de la economía en las Islas Británicas que trascendería, sin duda, sus fronteras. Sería el precio a pagar entre todos por la irresponsabilidad política de unos pocos.

*Periodista