Últimamente, en mis paseos por Zaragoza, observo mucho el cielo. No tanto porque me parezca bonito, que sí, ni porque me inspire amables pensamientos, que también, sino porque mirar el suelo me produce los efectos justamente contrarios.

Las aceras de Zaragoza están tan sucias que dan verdadero asco. Es difícil encontrar un solo tramo libre de caca de perro, manchas de aceite, colillas, plásticos, vomitonas, papeles, hojas caídas, paquetes de cigarrillos, salpicaduras de barro, capas de polvo acumulado y esa innumerable cantidad de objetos y detritus que puede llegar a amontonarse en unas vías urbanas, peatonales, que, lógicamente (o no estarían así), nadie limpia.

¿Qué hace la concesionaria de la limpieza, esa empresa a la que los zaragozanos pagamos para que mantenga limpias, impolutas, al menos presentables las calles de la ciudad? ¿Por qué no están utilizando constantemente sus mangueras a presión, sus cepillos y carros para sacar la porquería acumulada en losas, baldosas y bordillos? ¿Por qué no recogen más a menudo los cartones y plásticos?

¿Qué hace el ayuntamiento de la ciudad, el equipo de Gobierno, encargado de velar por los servicios públicos? ¿Qué medidas toma, qué presiones hace, qué responsabilidades exige, por qué permite que Zaragoza sea hoy una ciudad tan abandonada?

¿Y que hace la oposición, el resto de señores ediles, encargados, ya que no de gobernar, sí de vigilar la acción, o inacción de gobierno, qué presiones ejercen, qué medidas proponen, qué piensan o sienten cuando, paseando por las calles de Zaragoza, por cualquiera de sus distritos, se les manchan los zapatos de caca y de barro?

Ya puede hablarse en el Salón de Plenos del Consistorio de lo divino y lo humano, de derechos y decretos, reformas y novedades, que mientras las aceras sigan cubiertas de desechos esas palabras se las llevará el viento. Y menos mal que el cierzo y la lluvia vienen de vez en cuando a asumir la limpieza pública, ventilar la polución, baldear superficialmente unas aceras que pronto volverán a deprimirnos con su repugnante aspecto.

Una ciudad sucia no es una ciudad.