Las noches de invierno tendrían que ser tranquilas, a menudo silenciosas. Hablamos de la calma de la noche, pero esta expresión no es del todo cierta. En algún valle, en el modesto mundo rural, se puede tocar el silencio. Quizá el suave rumor del aire que pasa, el toque de una campana. También por la noche, cuando escribo estas líneas, el silencio va imponiéndose, pero nunca lo hace del todo. Siempre hay algunos ruidos espaciados, que se oyen un poco lejanos. Y cuando se aparta el coche, o la moto, que lo hace deprisa, el silencio regresa, poderosamente.

Seguro que hay algún lugar donde la vida late, para hacer el bien o para hacer el mal. Pero también pienso que durante la noche igualmente hay vida. En algún lugar que seguramente se me escapa. Y muy pronto retorna un ruido, el de un camión que está haciendo su trabajo. O quizá el ruido de una ambulancia que tiene prisa, y muy bien que hace saltando de chaflán en chaflán. Y cuando ya no la oigo, no puedo evitar pensar si habrá llegado a tiempo a su destino. Y entonces, durante unos momentos, me quedo como vacío, y vuelvo a ver ante mí la Olivetti que iba recogiendo todo aquello que yo escribía.

Y tecleo, y me equivoco, está claro.

Tengo que empezar, y no sé por qué recuerdo la canción inglesa Begin the beguine. Cuando yo tenía algo de conocimiento del inglés, siempre me había pensado que esta frase quería decir: «Volver a empezar». Y esto no es así. El beguine es una danza, un baile semejante a una rumba lenta que fue popular en los años 30. Tenemos que salvar la vida paso a paso. Es por este mismo motivo que no tenemos que pensar ni ponernos siempre en lo peor. Y si sabemos dominar las cuatro esquinas, el viaje siempre será seguro porque el trayecto lo habrás decidido tú.

No pares nunca de teclear. Al fin y al cabo, la máquina siempre te espera, aunque no le guste aquello que tú dices.

*Escritor