La solución al problema de la «cuestión catalana» -siempre presente en la historia de España- se articula en la opinión pública y publicada sobre dos bases irreconciliables. Por un lado, el relato de la derecha que busca exclusivamente frenar en seco la deriva de Cataluña hacia la independencia. Por otro, la izquierda socialista que trata de retrasar todo lo posible la declaración de independencia. El tercer actor es el independentismo político y social cuyo único y exclusivo objetivo es la independencia de Cataluña del resto de España. No creo que acepten como final del camino ninguna otra alternativa.

La derecha tuvo su oportunidad cuando se aplicó el artículo 155 de la Constitución. Oportunidad perdida, entre otras razones, porque no tenían ni idea de lo que pretendían conseguir con tan importante y desaprovechada medida. Fueron seis meses escasos de aplicación del 155 y unas elecciones convocadas precipitadamente que todos sabíamos que iban a volver a ganar los partidos separatistas. Hubiera sido necesario contar con más tiempo para explicar a los catalanes que la independencia lleva aparejada la ruina económica y social de Cataluña; para reconducir la educación a través de la alta inspección del Estado -competencia nunca aplicada en Cataluña- y poner coto a los desafueros de TV3, entre otras cosas. Sin embargo, hoy podemos afirmar que el Estado español no existe en Cataluña. Basta ver los medios de comunicación todos los días para comprobarlo. En todo caso, si algún poder del Estado se deja ver, es el poder judicial que, sin pretenderlo, dota de argumentos a los independentistas. La judicialización del proceso ha dado otro empujón al relato independentista, apoyado incluso por representantes políticos y sectores sociales nada partidarios de la separación de Cataluña del resto de España. Siempre se acaban imponiendo los sentimientos sobre la racionalidad y la ley.

La segunda opción es la que intenta desarrollar Pedro Sánchez, retrasando todo lo posible la declaración de independencia, para evitar ser él el que asuma el ‘marrón’. Se trata, ni más ni menos, que de marear la perdiz, aún sabiendo que la única alternativa que aceptarán los separatistas es la convocatoria de un referéndum de autodeterminación y la independencia en la siguiente etapa. Alternativa que Sánchez nunca podrá aceptar por ser inconstitucional.

Ralentizar el proceso soberanista con fórmulas más o menos acordadas está bien si, a la vez, se toman medidas para que la sociedad catalana desande progresivamente el camino y vaya volviendo al estado original, aunque sea con algún triunfo añadido. ¿Por ejemplo, la aplicación del artículo 150 de la constitución, que permite, «en materia de competencia estatal, poder atribuir a algunas comunidades autónomas la facultad de dictar, para sí mismas, normas legislativas en el marco fijado por una ley estatal»? ¿O transferir o delegar en la comunidad autónoma facultades correspondientes a materia de titularidad estatal? Sin olvidar fórmulas que se asemejen al concierto económico. Triunfos que siempre acabarán perjudicando al resto de las comunidades autónomas, consideradas de peor condición. Y puestos a hablar y a elucubrar, ¿el nuevo clima político pondrá en cuestión la ruptura de la caja única de la seguridad social para vascos y catalanes? Cosas veredes que farán fablar las piedras. Porque, tras Cataluña vendrán los vascos y los gallegos. Todos, menos los que ‘realmente’ somos comunidades históricas y hablamos castellano.

¿Se volverá a hablar de una especie de plan Ibarretxe- o Torraetxe-, o de Cataluña como un futuro estado libre asociado? En este caso igual nos encontramos con que por primera vez en la historia, Cataluña acabará siendo, en vez de república, un reino independiente asociado a la monarquía española, con Felipe VI a la cabeza.

Y el caso es, aunque lo que digo parezca ridículo, que ese es el camino que lleva este país, a medio o largo plazo, salvo que el PSOE de Sánchez acabe engañando a los independentistas, incumpla lo pactado en la investidura o no llegue a ningún acuerdo y sea necesario iniciar un nuevo camino, intermedio entre los conservadores y los progresistas constitucionalistas, que pasa necesariamente por abrir la puerta de la reforma de la ley electoral -la clave de la solución- para poner a cada uno en su sitio. Para ello es necesario el acuerdo de los 221 diputados constitucionalistas (más los añadidos o tibios que quieran sumarse) y, a través de esa puerta, poner en marcha un vendaval de reformas que modernicen el país en todos los ámbitos de la vida, incluyendo retoques territoriales y senatoriales . Reformas que, llegando a Cataluña, acaben por ahogar las ansias separatistas que son el resultado de un cúmulo de errores que no se deberían haber cometido. Pero de los errores, hablaremos otro día.