Llegó a su fin una extraña campaña electoral, que oficialmente ha durado una semana pero que en realidad empezó en algún punto de la negociación de la investidura de Pedro Sánchez, cuando resultó evidente que la preocupación de los implicados y del resto de fuerzas políticas no era romper el bloqueo sino imponer su relato de por qué (y por responsabilidad de quién) el país se veía abocado a una repetición electoral. Ha sido, pues, una campaña que sobre el papel nadie quería y en la que los partidos se han enfrascado durante meses. Una campaña polarizada que ha girado sobre dos ejes: la crisis catalana, agudizada desde que se hizo pública el 14 de octubre la sentencia del Tribunal Supremo (TS) a los líderes del procés, y el desplome que los sondeos predicen que sufrirá Ciudadanos, lo que ha convertido a los votantes del partido de Albert Rivera en el objeto de deseo de PP, PSOE y Vox. En esta doble competición (cómo gestionar la crisis catalana y seducir al electorado naranja) las encuestas predicen una consecuencia muy preocupante de la repetición electoral: quien mejor rédito puede sacar del 10-N es la ultraderecha. Si los resultados confirman este ascenso, España se acostará el domingo con un grave problema. Cuando tras el verano fracasó la investidura de Sánchez, se auguraba un otoño caliente a causa de la amenaza del brexit duro, la sentencia del procés y la desaceleración económica. Llegado el momento, Cataluña ha marcado el camino hacia las urnas, eclipsando cualquier otro tema, de la economía a la violencia machista, de las pensiones a la emergencia climática. Cataluña es uno de los temas que le han servido a Sánchez para desmarcarse de Unidas Podemos, constatando de nuevo que un Gobierno de izquierdas es una empresa complicada. En cambio, las tres derechas no parece que tendrán problemas para pactar si suman, como en Andalucía. Once meses después, Vox aspira a tercera fuerza política y su mensaje influye, para mal, al resto de formaciones.