De acuerdo a la sentencia de Clausewitz, según la cual la guerra es la continuación de la política por otros medios, el correlato bélico de una campaña electoral tan marcada por la polarización como la actual sería indefectiblemente una guerra civil. Afortunadamente, no estamos ni en el siglo XIX, jalonado por tres guerras carlistas; ni el en siglo XX, marcado por un conflicto aún más sangriento y más estéril que los anteriores. Con todo, este es el ambiente en el que los ciudadanos del siglo XXI estamos siendo interpelados para que escojamos a nuestros gobernantes.

Al parecer, la nueva política consiste en resucitar el viejo dilema de elegir entre el menor de los males que se presentan. Así, desde el bando (o frente) progresista, se agita el fantasma de las tres derechas portadoras de una oleada reaccionaria capaz de acabar con todas las conquistas sociales: del matrimonio homosexual al aborto, pasando por los servicios sociales y las pensiones. Desde el bando conservador, por su parte, se apunta al avance de fuerzas antiespañolas encarnadas en la reedición de un Gobierno Frankenstein formado por independentistas, filoetarras y populistas de izquierdas.

En tiempos de una sociedad líquida, que lleva al extremo la crítica al principio de autoridad, que niega el concepto de norma (y aún de normalidad) y que aboga por un relativismo compatible con la adhesión a una multitud de principios contradictorios, apelar a la noción de límite es algo que va mucho más allá de lo que los partidos políticos están dispuestos a asumir en su pugna por el poder. Sin embargo, los episodios que se están sucediendo durante los últimos días deberían provocar una profunda reflexión entre todos aquellos que dicen defender cada día los principios de la democracia. De nada sirven las denuncias contra las fake news y las cloacas, los ataques a la libertad de expresión o el deterioro de la convivencia si nos mostramos dispuestos a tolerar estos fenómenos en la medida en que contribuyen a ciertos intereses electorales (los nuestros).

Mucho se ha hablado, por ejemplo, de las fake news como un fenómeno vinculado a oscuros agentes que rivalizan con el periodismo gracias al poder de las redes. Sin embargo, al final se ha presentado de una forma mucho más pedestre, mediante la manipulación de unas declaraciones del responsable de Economía del PP a un medio tradicional como El Economista. Con el perfil privatizador mostrado como tertuliano, poco importaba que la alusión de Lacalle al recorte de las pensiones se predicara de Grecia y no de España. Y cuando el efecto, amplificado en mítines y titulares, de unas palabras privadas de contexto aún no había desaparecido, Pablo Casado remachó el clavo, exhibiendo su compromiso con una subida del salario mínimo hasta 850 euros en 2020 que se convertía en bajada por arte de una operación matemática básica.

Otro dudoso hito de esta campaña son los incidentes sufridos en lugares como Segovia o San Sebastián por los candidatos de Vox. Hay algo perverso en que quienes son acusados, muchas veces de manera justificada, de presentarse como los victimarios de colectivos especialmente vulnerables como los inmigrantes acaben victimizados por quienes dicen estar defendiendo a la democracia de sus enemigos. Ningún discurso pronunciado por Santiago Abascal podría tener un efecto más reparador. Siempre dispuesta a dar la batalla, entretanto, Cayetana Álvarez de Toledo convertía hace unos días su escrache en la Universidad Autónoma de Barcelona -uno más de una serie incontable de altercados en las universidades españolas- en el «no pasarán» del PP frente a los nacionalistas. Eso sí, con la imagen viralizada del saludo fascista de uno de sus guardaespaldas.

El ritmo frenético de los mensajes de los partidos en busca del foco informativo obliga a renovar continuamente la agenda de los medios. Este proceso circular ha acabado por relegar uno de los episodios más dramáticos de la campaña a una inquietante zona de sombra. Así, la irrupción de la eutanasia en el debate electoral ha acabado por ser tan breve que ha dejado colgando varias preguntas sobre la repercusión del suicidio de María José y sobre el futuro de su marido, Ángel Hernández. Alguna, también, sobre su cobertura mediática. H *Periodista