Hoy llegan los tractores al centro de la ciudad. Hace menos de un mes uno aparcaba en la puerta principal del Guggenheim en Nueva York, por la inauguración de la exposición Countryside, The future. Su responsable, Rem Koolhaas, el arquitecto que en 1978 vaticinó el modelo de las grandes ciudades globalizadas y treinta años más tarde se hizo realidad, vuelve ahora su mirada hacia el lado contrario. La ONU asegura que, en 2050, entre el 70% y el 80% de la humanidad vivirá en ciudades. Se ocupará solo el 2% de la superficie de la tierra, mientras que el 98% restante será la suma de territorios rurales, desiertos o salvajes, a las que Koolhaas llama «áreas olvidadas» y donde encuentra el futuro.

Desde ese olvido reclaman hoy soluciones los ganaderos y agricultores frente la crisis de rentabilidad que sufre el campo. No es más que el inicio de la protesta por una transformación del mundo rural que conjuga la automatización y la inteligencia artificial con los riesgos del monocultivo, el fin de la ganadería extensiva y el poder de los oligopolios.

Ahora tanto las vanguardias como las élites urbanas han descubierto que no éramos invisibles. El resto del mundo existe más allá de donde terminan las autovías y los centros comerciales. El patio trasero de las ciudades encargado de suministrar alimentos y recursos, el destino para el descanso de los urbanitas en fines de semana y vacaciones reclama su espacio. El campo entra a empujones electorales y reivindicativos en la agenda política.

Pero las visiones nostálgicas de lo que fuimos y ya no volveremos a ser no sirven para una transición que se propaga a una velocidad sin precedentes. Los pueblos transforman las antiguas bordas y los almacenes de trabajo en nuevas viviendas para esa población flotante. Y el espacio productivo, como señala Koolhaas, se llena de invernaderos gigantes cuya luz no se admite para los seres humanos, o donde la información vía satélite tiene un impacto directo en la agricultura, con una explotación extensiva y continua, de altos costes de inversión y escaso personal como sucede en el medio oeste norteamericano.

Los centros de datos y de distribución también tienen un destino en esta tierra de nadie. Naves industriales cada vez más grandes en medio de la nada, como la fábrica de baterías de Tesla en Reno, un millón de metros cuadrados de superficie casi sin rastro humano. El mayor riesgo del campo no está en su desaparición sino en que en el futuro la escala humana podría volverse irrelevante.