Roman Abramovich, patrón del club de fútbol londinense Chelsea, se lo ha pensado mejor y, en vez de castigar a los hinchas xenófobos prohibiéndoles la entrada, quiere llevárselos a Auschwitz para que vean adónde puede llevar el odio al diferente. En vez de castigo, educación. Esta sabia iniciativa tomada por un club de fútbol recuerda otra, la de la selección italiana que en el Mundial de fútbol del 2012 visitó ese mismo campo de exterminio donde habían sido asesinados unos 50.000 italianos. Preguntado el defensa Chiellini sobre el porqué de esa visita, respondió que conocían bien esa historia porque se la «habían enseñado en la escuela». Los demás equipos siguieron a lo suyo, pues en la escuela no les habían hablado de estos otros campos que no son de juego.

La verdad es que la relación entre campos de fútbol y muerte viene de lejos. Está, desde luego, la película Evasión o victoria, de John Huston, interpretada por Michael Caine y el propio Pelé, en la que un oficial nazi, forofo del fútbol, organiza un partido entre prisioneros y carceleros. Pero más allá de la ficción, sabemos de un extraño partido, jugado frente a las cámaras de gas de Auschwitz, entre nazis y judíos (los desgraciados Sonderkommandos, encargados de los hornos crematorios) del que habla Primo Levi con un total desconsuelo, porque los organizadores no pretendían solo divertirse jugando, sino robar toda dignidad a las víctimas. Hermanándose en el juego, pretendían ser por un instante camaradas en la vida. Es como si les dijeran, escribe Levi: «Venid, podemos jugar juntos, pues vosotros también colaboráis en la muerte del hermano». Y ese partido entre civilización y barbarie, dice el filósofo italiano Giorgio Agamben, no ha acabado nunca, como si nuestro tiempo fuera una inmensa zona gris donde la razón y la sinrazón libraran una batalla de resultado incierto.

Abramovich ha entendido que la partida sigue jugándose. El fútbol se ha convertido en el diafragma de la sociedad. El hincha, liberado por un momento de cualquier convención social, se expresa sin engaños. El nacionalismo de campanario, la negación del rival o el odio al negro afloran con la espontaneidad de los instintos. Que al propietario judío del Chelsea se le ocurra luchar contra todas esas bajezas con un choque educativo de ese porte es algo sorprendente. No es habitual ver a responsables sociales o políticos, enredados en tramas identitarias, que, para combatir el odio al otro, se lleven a sus seguidores a visitar las cámaras de gas donde tuvo lugar un genocidio cuyo envés fue el exterminio del otro por ser diferente. En esos campos se puede aprender una lección que solo ahí se imparte: que la negación verbal del otro puede acabar en destrucción física. Fue lo que ocurrió y lo que no puede volver a ocurrir. Dietrich Bonhöffer, un pastor protestante condenado a la horca por haber participado en una conjura contra Adolf Hitler, dijo que los alemanes deberían haber dado la batalla contra el nacionalsocialismo cuando esta podía haber sido ganada: al principio, cuando el juego es de palabras. Luego, cuando se traduce en acciones, ya es tarde.

*Filósofo e investigador del CSIC