En estos tiempos difíciles, son legión quienes aspiran a vivir del cuento. Y no; no me estoy refiriendo ahora a las prácticas poco éticas, cuando no escandalosamente ilegítimas de afamadas personalidades, que llenan los grandes titulares, sino más bien a las que ocupan discretos espacios mediante fórmulas publicitarias. Más allá del clásico tocomocho y otros pícaros recursos para tomarle el pelo (y la bolsa) a la gente, están ocupando una escandalosa presencia en nuestra vida muchos mensajes que aseguran aliviar precisamente eso: nuestra existencia. Desde prodigiosos vaqueros contra la celulitis, hasta el elixir de la eterna juventud merced a variadísimas pócimas antiarrugas, pasando por eficientísimos y presuntamente legales detectores de todos los radares: hay recetas para cualquier cosa. Cuánta varita mágica y cuentos de hadas para acicalar telas de araña en las que atrapar incautos, desarmados por dudosas necesidades. Sorprende la extrema ingenuidad y credulidad de la que hacemos gala, tarde o temprano, para tragarnos cuestionables y ambiguos argumentos, junto a promesas y falacias que no resistirían el análisis menos exigente. Sin embargo, salvo cuando el engaño nos afecta directamente y quizá ni siquiera en tal caso, será muy improbable que alcemos la voz para denunciar el timo cotidiano, tan arraigado hemos llegado a sustentar un equívoco aprecio hacia la picaresca. La honradez ya no se lleva; es cosa de tontos y acomplejados, ¿no?; al menos, eso es lo que se afirma mientras se aplaude al listillo, siempre que no se deje atrapar, claro. Pero todo esto me lleva a pensar que la corrupción y otros grandes males que nos asolan hoy no son tanto un problema político sino social.

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