En los últimos meses están proliferando conflictos que pueden afectar de manera muy seria y grave a la estabilidad mundial. A parte de las masacres israelíes en Gaza, un capítulo más de las atrocidades del estado judío con la comprensión e incluso apoyo de Europa y EEUU, el avance de las diferentes milicias islámicas en Asia y Africa y la guerra no declarada en Ucrania introducen factores de extrema inestabilidad en el panorama internacional y ponen al descubierto no solo la ineficacia, sino la acusada estupidez de la política exterior de EEUU y Europa.

Si hablo de estupidez es porque desde que EEUU decidió intervenir en Irak a finales del pasado siglo, las actuaciones de la mal llamada comunidad internacional no han servido más que para reforzar a aquellos a los que se quería combatir. Tanto Irak como Afganistán han sido un absoluto fracaso de EEUU y la OTAN, pues no solo no se ha conseguido estabilizar dichos países, sino que se ha alimentado a las posiciones islamistas más extremistas. En Siria se ha pasado de amenazar a Assad a, de hecho, combatir a su lado frente a las milicias procedentes del vecino Irak; en Libia, se suprimió a un dictador para acabar generando una situación de caos que se está volviendo contra Occidente. Todo un despropósito.

En Ucrania, por su parte, se reabre un nuevo capítulo de un conflicto que parecía superado. De nuevo EEUU y Rusia se enseñan los dientes, como en los viejos tiempos de la Guerra Fría. Europa y EE.UU., de nuevo con una frivolidad pasmosa, han decidido apoyar un golpe de Estado llevado a cabo, nada menos, que por sectores de ultraderecha que no ocultan su simpatía por quienes, en Ucrania, se unieron a las tropas nazis en la II Guerra Mundial. No quiero decir con esto que no hubiera elementos demócratas entre quienes se movilizaron contra el gobierno, sino que la dirección política del golpe de estado la acabaron tomando elementos fascistas. Frente a ellos, una amalgama en la que se pueden encontrar desde nacionalistas rusos favorables a la mafia política de Moscú, estalinistas de nuevo cuño, demócratas que se oponen al gobierno autoritario de Kíev, es decir, un totum revolutum que no puede ser tratado como si de una única posición se tratara.

¿Qué enseñanza se debe extraer de todo esto? Desde mi punto de vista, hay una muy evidente: no es posible analizar las relaciones internacionales desde el simplismo. Ese maniqueísmo, al que es muy aficionado Occidente, de buenos y malos, como si de una película del Oeste se tratara, no sirve, en absoluto, para caracterizar los conflictos. Precisamente, ese simplismo, que se traduce en que si uno es malo (Assad por ejemplo), los que le combaten son buenos, es lo que ha llevado, en el Próximo Oriente, a reforzar a sectores islamistas de una inusitada brutalidad. EEUU debería haber aprendido de sus históricos errores en Afganistán, donde, en los 80, para perjudicar a los soviéticos, alimentó a la bestia que se volvería contra ellos, Bin Laden. Para ser justos, hay que señalar que ese maniqueísmo --los enemigos de mis enemigos son mis amigos-- no es privativo de EEUU ya que es, desde mi punto de vista, el lado negativo de la revolución bolivariana en Venezuela. Pero no cabe duda de que la hegemonía norteamericana ha hecho del mismo el principio básico de las relaciones internacionales.

En estos tiempos cambiantes, quienes pretendemos la democratización de los procesos sociales y de las relaciones internacionales deberíamos tener muy clara la necesidad de superar el simplismo, no dejarnos arrastrar a esos cuentos de hadas, de final terrorífico, de buenos y malos. En todo conflicto podemos encontrarnos múltiples posiciones. En las plazas de Kiev había demócratas, también fascistas; en las trincheras del este también conviven los unos y los otros. Alimentar las posiciones democráticas es la opción más conveniente. La más complicada, sin duda, pero la única que puede ayudar a superar el peligrosísimo caos que vivimos.

Profesor de filosofíahttp://juanmaaragues.wordpress.com/