La degradación del cargo de Fiscal General del Estado, convirtiéndole en defensor incondicional del Gobierno, ha sido una tendencia tradicional pero nefasta de los gobiernos españoles. Se ha llegado al límite en estos últimos años, en que la completa sumisión de Jesús Cardenal al Ejecutivo ha impedido que el sistema judicial frenase las posibles irregularidades del poder. Por eso urgía relevarlo, tal como ha hecho Zapatero, y pasar página tras episodios tan graves como el pulso contra la fiscalía anticorrupción o sus actuaciones en casos como Sogecable, Liaño, Pinochet, Ercros y Fabra. Ha sido un acierto efectuar el cambio. Pero el éxito de la sustitución dependerá, en primer lugar, de la imparcialidad del sustituto, y el magistrado Cándido Conde-Pumpido parece reunir ese requisito, pues lo demostró cuando intervino en el caso Marey. El segundo elemento importante es tan delicado como el anterior: aunque el fiscal general haya sido designado por el Gobierno, debe actuar, en lo jurídico, con absoluta independencia respecto del poder. Y si, en línea con sus antecesores, no lo hace, deberemos reformar el esquema del cargo para dejarlo objetivamente fuera del alcance de las voluntades de quienes gobiernan.