Carmen Alborch ha fallecido todavía relativamente joven, pero nos ha donado un legado al que las mujeres deberíamos mostrar un gran reconocimiento. Llamada a ocupar un papel relevante tanto en la política como en la literatura y en el mundo de la cultura, se doctoró en Derecho y ejerció algún tiempo la docencia, pero será recordada fundamentalmente por la labor que desempeñó a lo largo de toda su vida en pro de las reivindicaciones femeninas, misión que desarrolló siempre con notable tolerancia, muy alejada de exabruptos, provocación y agresividad. De hecho, Carmen abordó con tan singular perspicacia como delicadeza temas por los que algunas feministas suelen pasar con alas en los pies, como la rivalidad entre mujeres, que tan bien ilustrara el drama lorquiano en La casa de Bernarda Alba. Quizá tal rivalidad no sea una confrontación muy llamativa, pero su carácter cotidiano y su presencia masiva en todas las facetas sociales y profesionales la elevan al rango más eminente. Carmen profundizó en el papel de las madres a la hora de exacerbar la competitividad en el seno familiar, mediante conductas tan inadecuadas como las preferencias fraternales; en idéntica línea, también enfatizó la importancia de la figura materna como eje fundamental para la generación y transmisión de comportamientos machistas, mediante la injusta asignación de funciones y dispensa a los varones de las tareas hogareñas, hasta el punto de que se llegue a considerar ese agravio como un derecho natural. Carmen nos deja una auténtica lección vital para desterrar la envidia entre mujeres. Lección también perfectamente válida y extensible a todo el género humano, pues es la envidia el germen del que se nutren muchas desavenencias y conflictos sociales.H

*Escritora