Mi hijo mayor aprobó el examen de conducir la semana pasada. Desde entonces, cada día, por la noche, salimos un rato a dar una vuelta con el coche, que ahora comparto con él.

Yo me quise sacar el carnet de conducir en cuanto cumplí los 18 años. Para los jóvenes de mi generación el coche era un instrumento de libertad y nada me interesaba (ni me interesa) más que la libertad y el poder hacer y decir lo que me dé la gana en cada momento (no es una virtud, es un vicio carísimo).

El coche me permitía estar más cerca de mis amigos e ir y venir a mi antojo. Recuerdo la euforia y la alegría de los primeros días al volante, la sensación de que podía llegar a cualquier sitio del universo apretando suavemente el acelerador.

La primera vez que intenté sacarme el carnet vivía en Londres. No aprobé, no solo no entendía ni una palabra de lo que me decía el profesor, que era escocés, sino que además lo de conducir por la izquierda para una zurda era un auténtico lío. Lo único que recuerdo es al profesor dando golpes frenéticos contra el parabrisas con su carpeta de la escuela de conducción para que frenara. «Stop, stop», gritaba, eso sí que lo entendía.

La segunda vez que lo intenté fue en Barcelona, el profesor era un exmilitar que hablaba tan claro que un día al final de la clase me eché a llorar, eso le descolocó tanto que a partir de entonces nos hicimos amigos, era un buen tipo y yo también.

Esa vez sí que aprobé, la teoría la había aprobado a la primera, siempre me ha gustado estudiar.

Cuando mi hijo cumplió los 18 años, ahora tiene 19, pensé que lo primero que haría sería sacarse el carnet. Sin embargo no lo ha hecho hasta un año después. Me di cuenta de que los jóvenes de ahora, incluso sin salir de casa, van de un lado a otro sin parar. Están siempre conectados con sus amigos y pasan de la realidad a la ficción en un segundo. Pueden conocer los más recónditos rincones de Hong Kong desde casa. Pueden jugar a fútbol o a lo que sea con un tío que está viviendo en Australia mientras charlan con él. El mundo entero está en casa, ya ni te cuento si además, de vez en cuando, leen un libro.

Yo, para hablar con mis amigas, me tenía que ir al teléfono fijo (¿quién tiene en la actualidad un teléfono fijo en casa?) de la cocina y, al cabo de un rato, mi madre descolgaba desde el del salón para pedirme que colgara de una vez, que esperaba una llamada o tenía que llamar ella.

Los jóvenes tienen el mundo en casa y sin embargo, estas últimas noches, desde que empezamos a salir con el coche por el barrio, veo en el rostro de mi hijo la concentración, los nervios, la euforia y la alegría de los que descubren el mundo. El de verdad..

*Escritora