El viejo, que no lo es tanto por fuera como por dentro, contaba en sus días de invierno que todas las noches llora por el hijo que perdió hace años en un accidente de coche. El rostro se le cubría de nubes y los ojos se le fijaban como clavos a la cruz de un recuerdo crucificado entre las ruinas de su memoria. Desarmaba el escuchar su silencio inaccesible e inconsolable, una mínima y terrible historia de dolor. Hasta que volvía en sí con una sonrisa esculpida por el esfuerzo y cambiaba de tema como quien hace un transbordo de una estación a otra con la piedra de un molino cosida al alma. No solía viajar acompañado a ese lugar muy a menudo, y si lo hacía, dejaba a su confidente unos kilómetros antes de llegar a la zona del eclipse total. Una tarde, el viejo levantó la mirada del café sin peso en los párpados, y comenzó a deshilar su tormento. Llovía, dijo, llovía mucho, y sólo se adivinaban los focos al otro lado del parabrisas. Pensó en parar hasta que escampara la tormenta y el peligro, pero le había prometido a su hijo que llegarían al cumpleaños de un amigo. No tuvo tiempo ni espacio para frenar. Impactaron contra un camión detenido sin razón en medio de la carretera. Dice que pasado el choque físico, sus sentidos quedaron presos de la irrealidad, del espejismo que precede a la conciencia de la destrucción. El repugnante aroma a chatarra y gasolina prensadas y el griterío exterior eran inconfundibles mensajeros de la muerte. Por unos instantes creyó que era la suya, pero a su lado vio al niño inerte, roto el cuello como el de un muñeco de trapo. La locura y la impotencia, explica, se apoderaron del cerebro en un cruel pulso por dar marcha atrás, por pedir ayuda, para que alguien le dijera que aquello no había ocurrido, que al final se habían detenido en el área de descanso. Lo sacaron abrazado al pequeño, del que aún ha sido imposible separarle, como no se puede desligar a todas esas personas de los seres queridos que, por unas u otras razones, dejaron su último aliento o el cuerpo fracturado en el asfalto. El ser humano ha construido con su sangre una autovía de caro peaje, e insiste, con terco empeño, en ensanchar esa alfombra roja. Las campañas para concienciar de los riesgos al conductor y al peatón se multiplican, pero a un ritmo mucho menor que los cadáveres o las heridas irreversibles. Las leyes se endurecen contra los imprudentes, pero a una velocidad muy inferior a la que los fabricantes injertan como reclamo a sus supersónicos modelos. En este sinuoso camino de buenas intenciones y sucios intereses comerciales vamos todos de la mano, porque cada vez quedan menos afortunados que no tengan una historia que contar como la del viejo. Se puede vivir deprisa sin pisar a fondo el acelerador equivocado. Basta con saber que el pavimento es un mar de lágrimas muy resbaladizo.

*Periodista