Si bien un espacio público es, por definición, para el disfrute de todos, abusos y potenciales conflictos hacen necesaria su regulación. Parece existir común acuerdo en que sobran vehículos contaminantes en unas calles que tampoco pueden absorber una circulación a punto de desbordarse, por lo que tiende a imponerse un nuevo modelo de movilidad ciudadana donde los más diversos artilugios vienen adquiriendo un protagonismo inusual. También está claro que la agresiva invasión de las aceras, hasta hace poco patrimonio exclusivo del peatón, por parte de nuevos artefactos sobre ruedas, pone en peligro la integridad física de los transeúntes más vulnerables, en especial niños y ancianos que, por diferentes razones, carecen de los reflejos necesarios para sortear ese cachivache que se les echa encima a gran velocidad. Precisamente ahí radica el problema: en el uso desmedido e irrespetuoso por parte de algunos irresponsables que hacen coto privado del espacio público y lo mismo se desplazan a velocidades desproporcionadas que abandonan su máquina sin criterio, cual trampa para invidentes y otras víctimas desprotegidas. ¿Acaso tal extralimitación hará preciso establecer carriles peatonales para uso específico de los viandantes? Ciertamente, en el catálogo de contumaces lacras ciudadanas, el diabólico patinete lleva camino de desplazar a la bicicleta desbocada, al resbaladizo excremento canino, al aspersor desnortado, a los balones fuera de órbita y a otras perniciosas afrentas en creciente progresión. La contaminación urbana ya no es cosa solo de humos, sino también de malas prácticas. Un trance lamentable que no solo se combate con normativa, vigilancia y sanciones, imprescindibles hasta que el comportamiento cívico deje de ser una asignatura pendiente.

*Escritora