Querido mío: estoy desolada por lo que me cuentas. No encuentro palabras para disculparme, mi vida, solo puedo alegar en mi defensa que después de un encuentro sexual tan excitante y placentero (como siempre contigo, mi amor) una pierde el norte y la razón y en la loca huida deja cualquier cosa por el camino. Si no, no se puede explicar de ninguna manera que me dejara las bragas debajo de la cama. (Claro que si limpiaras de vez en cuando, corazón, no las hubiera encontrado esa arpía que tienes por mujer).

Tampoco tengo claro, lo confieso, cómo me pude olvidar el sujetador entre los cojines del sofá del salón (aunque bien sabes que, como mis pechos son pequeños y firmes, no lo suelo echar en falta si no lo llevo puesto).

Por otro lado, también es imperdonable haber abandonado mi cepillo de dientes rosa en tu baño marital, pero es que soy muy escrupulosa y ya sabes que -después de tragarme según qué cosas- me gusta lavarme la boca a conciencia. Y tampoco entiendo de ningún modo, lo reconozco, cómo pude alojar mis pendientes en el cajón de la mesilla de noche de tu mujer (pero ya sabes, en mi descargo, que me encanta desnudar mis orejas para que puedas cubrírmelas a besos). En fin, lo del bolso en la entrada y mi sombrero en el perchero fue cosa de esa cabecita loca que tengo (loca por ti, por cierto), que cualquier día me la dejo también. Aunque por lo que me cuentas, con tu mujer encontrando todo (¡también es casualidad!), gritándote de todo (pobrecito mío) y abandonándote sin remisión, tal vez no tenga que olvidarme la cabeza la próxima vez.

Sé que estás deshecho (como yo, mi vida, créeme), pero piensa que, aunque tu matrimonio se haya ido al garete, me tienes a mí para lo que quieras.

Tuya para siempre (ahora sí).