EDUCACION

Actuación reprobable

***Ramón Olivito Liste

***Zaragoza

Los educadores no tienen responsabilidad sobre los niños a su cargo, salvo que ocurra una desgracia irremediable. Esta es mi conclusión tras la experiencia ocurrida con mi hijo de ocho años, quien tiene que acudir a unas clases de catequesis en la parroquia de Belén para prepararse para la primera comunión.

El pasado día 9, cuando estaba en la catequesis, el párroco don José Antonio García Quintana encargó a los niños un trabajo y cuando mi hijo fue a entregárselo dijo: "toma chaval". La expresión no sentó bien al párroco, quien le envió a su casa como castigo sin avisarnos a los familiares para que fuéramos a buscarle, como hacíamos todos los días. ¿Quién le dijo a él que nosotros, sus padres, estuviéramos en casa? Y en el supuesto de que no estuviéramos, ¿qué hace un niño de ocho años solo en la calle una hora? De esta forma, mi hijo tuvo que cruzar solo las calles Monteperdido, camino de Juslibol, Alberto Casañal y Salvador Allende. Sólo una de ellas con paso semafórico.

Pedí explicaciones al párroco por su comportamiento y por el peligro al que había expuesto a mi hijo. Alegó que tenía que enseñarle buenos modales al niño y que no le había enviado a su casa, sino a la parroquia. Las madres de otros compañeros de catequesis me dijeron algo que ya sabía, que mi hijo no miente y que el párroco le había enviado textualmente a su casa.

He consultado con un abogado y me ha informado de que la conducta del párroco sólo hubiera sido punible si al niño le hubiera pasado algo malo, como un accidente. De este modo, un menor se enfrenta a una situación de indefensión ante los cambios de humor del educador, quien ha demostrado un comportamiento reprobable, y con su actuación ha "perdido" a una familia de cinco personas que llevaba 13 años en la parroquia, colaborando, las otras dos hijas, en las diversas actividades.

COMARCAS

Mi apoyo a Canfranc

***Esteban Trigo

***Zaragoza

Y mi más profundo sentimiento por el incendio que ha sufrido esta localidad, a la que identifico cariñosamente como "mi pueblo", porque, aunque no nací ella, fue donde pasé los primeros años de mi vida.

Años que me dejaron muchos recuerdos, tanto por asistir a su escuela como por observar que durante aquella época "algo raro" pasaba en el pueblo cuando tanta gente vestía de luto y hablaba en voz baja con un extraño recelo.

Mi abuela no hablaba con nadie, pero yo la veía llorar a solas y, de vez en cuando, me abrazaba como temiendo que pudiera ocurrirme algún daño...

Una noche vinieron a casa unos hombres uniformados buscando a un tío mío... No estaba, porque en medio de una inmensa nevada, había "marchado a trabajar" a Francia...

Son recuerdos imborrables de mi asomar a la vida en Canfranc, donde mi padre trabajaba como ferroviario y toda mi ilusión era la de ir con él a la gigantesca estación a ver humeantes trenes que como un preciado juguete iban y venían por la playa de vías, hasta desaparecer tragados por el túnel.

En aquel poblado conocido como los Arañones, para no confundirlo con el auténtico y viejo Canfranc, que se quemó en abril de 1944, ya se empezaba a escribir un largo capítulo de lucha por su supervivencia; por el abandono de su infraestructura y por sacarlo del olvido en el que aún permanece.

Una historia con dudoso final cuyo comienzo sigue recordando el niño al que le gustaba pisar la nieve y que ahora, una vez más, ha visto cómo el fuego devoraba parte de aquel lejano paisaje que, moralmente, es un poco suyo.