Que, en Aragón, los pueblos se queden desiertos y sus casas abandonadas no es nada nuevo; estamos, por desgracia, muy acostumbrados a esa mirada melancólica de los últimos vecinos; al triste éxodo de los jóvenes y a la estoica soledad de los ancianos, rumiando recuerdos. Allá quedan también las casa vacías, sin luz, que no se resignan a morir mientras permanezcan en la memoria de quienes algún día las habitaron.

Si en La lluvia amarilla de Julio Llamazares, nos conmueve un languideciente Ainielle, en La casa apagada de José H. Polo nos acompaña con infinita sensibilidad durante un paseo entrañable por la que antaño fue escenario de vivencias que marcaron su vida. Con esa mirada de elegante ingenio que tanto le caracterizaba, el autor nos describe el devenir cotidiano de unas personas apegadas a la tierra que les vio nacer durante los difíciles años de la posguerra. Las tías Ana, Carmen, Rosa y Josefina, la modista, y sus regañinas a las travesuras infantiles, tan empapadas de cariño como las tiernas hogazas rebosantes de vino y azúcar, que nos sumergen en la cálida simplicidad de la vida rural de antaño, plena de gentes nobles y sencillas, sin recovecos. La casa apagada esta impregnada de amor, de un amor que rebosa por todos sus muros, y de ritos de ancestrales raíces, quizá no compartidos pero siempre respetados; aquella fe de los mayores que Machado nos recuerda en La saeta y que, aun inmersa en la duda unamuniana, persiste en la memoria de quienes miran con cariño el ayer. José H. Polo retorna a los días felices de su niñez, pletóricos de hondas resonancias que nos transcribe con una prosa delicada y minuciosamente elaborada. Es el hálito postrero de una casa que agoniza... como tantas otras, demasiadas, en nuestra comunidad.