El espíritu, tan reciente aún, de la España gobernada por el PP fue probablemente retratado con más agudeza, claridad y frescura por el escándalo del máster fraudulento de Cristina Cifuentes que por los miles y miles de folios de los sumarios judiciales sobre la red criminal Gürtel. Un país expoliado por la corrupción de las élites gobernantes, desballestado socialmente por la jibarización del Estado del bienestar y estremecido por el desafío independentista se licuaba instantáneamente en un patético escándalo en el que unos personajes dotados de una desvergüenza sin tasa ensuciaban la universidad pública haciendo de ella su cortijo particular. Cayó Cifuentes y poco después el PP del Gobierno. Y el partido eligió a un nuevo líder, Pablo Casado. Teniendo en cuenta que lo que cavó la tumba política de Mariano Rajoy fue la corrupción sistémica de su partido, habría sido lógico que el PP se hubiese esmerado en buscar a un jefe inmunizado al cien por cien contra el mal que se había llevado por delante a su antecesor. Pero no es infrecuente que los partidos no se rijan por la lógica del bien común sino por intereses poco confesables. Sobre Casado pende la espada de un escándalo gemelo del de Cifuentes. Si hay o no caso lo decidirá la justicia, que ha imputado a tres personas que convalidaron créditos en su mismo curso, dos de ellas vinculadas al PP. «Aquí no cabe ni un solo corrupto», voceaba Casado en su congreso. Muy poco original. Sus antecesores Aznar y Rajoy también se llenaron la boca con esas palabras con un éxito y una credibilidad perfectamente descriptibles. H *Periodista