Hace un tiempo, en el autobús, oí a una chica muy joven contarle a otra sus penas de amor. "Es que al principio era tan especial. Y luego nada. Me pasaba la vida esperando un detalle. Yo así no quiero estar”. Si la capacidad de síntesis es un síntoma de inteligencia, eso es muy difícil de superar. Ganas me dieron de decirle que quizá él no era tan especial ya al principio, que muchas veces somos nosotros los que sentimos que los gatos nos quieren, que las montañas nos miran, que un hombre o una mujer nos entiende (incluso sin haberle explicado nunca nada) porque queremos a los gatos, miramos los paisajes, buscamos entender a los hombres y a las mujeres y nos morimos de ganas de amar a personas, animales y cosas para ahuyentar el frío polar que te entra si nada de eso es así. Hace falta valor para admitirlo y yo le vi una mirada valiente. “Y encima, desde que le he dejado y salgo con otros, me odia”. "Jo, tía, qué pena", dijo la amiga.

Y sí, es una pena, pero a la vez es una magnífica metáfora que nos ayuda a delimitar algo importante en toda relación. En el amor, en la amistad, en el trabajo y en la política manda quien controla los premios y los castigos. Eso te invita a moverte según la música que toca el que ostenta la autoridad, el que reparte cacagüés o latigazos, aunque sean de silencio. Liberarte de ambas cosas es quitarle poder al poder, y eso siempre se paga. Me acordé de un aforismo de Sandra Sánchez, que remite al episodio de la mujer pecadora: "Nadie se atrevió a tirar aquella primera piedra, pero todos se la llevaron guardada en sus bolsillos". Como yo no me atrevo a dar consejos morales, os daré uno práctico: Cuando decidáis liberaros de algo, no olvidéis jamás el casco. Y, si puede ser, llevadlo con una sonrisa. No sé si se llega más lejos pero se llega mejor.