Grasienta y generosa se les desparrama por doquier. En los hombros y por la frente, aceitosa. Es la caspa, la identidad que les define. No les molesta el exceso de sus sebáceas. ¿Para qué aparentar ser ecuánimes, justos o demócratas? Durante décadas, los nuevos aires que sacudieron España les aconsejaron higiene democrática y champú. Lavaron gestos y palabras. Hasta que, a fuerza de mentir y acaparar poder y cinismo, desataron sus secreciones autoritarias y machistas. Ellos y algunas de ellas, también.

Bélgica, Gran Bretaña y Suecia exigen que la mujer consienta para descartar la violación. Pero, en la sentencia de La manada, sus señorías a quien juzgan realmente es a la joven violada y no a los cinco energúmenos, que la penetraron por todos los orificios y a la vez. Ella no luchó, afirman los togados. De fondo subyace que: ¿acaso esa joven pretende ser dueña de su libertad sexual? Si sale de noche y no va de virgen amantísima, a joderse. O a que la jodan. Jolgorio, añade un magistrado. Tanta caspa salpica los ojos del señor ministro, olvida aparentar la separación de poderes y, asustado por el clamor popular, algo cuestiona.

En Londres, la ministra Amber Rudd dimite, porque mintió al negar que conocía cuántos inmigrantes había que deportar. Pecatta minuta, comparado con el máster fantasma de Cristina Cifuentes, que solo se vio obligada a dejar el cargo, cuando un vídeo la delató como hurtadora de cremas en un supermercado. ¡Qué vulgar! Para robar bien en España, hay que ser corrupto y ponerle ceros.

La política, como la justicia, se degrada y se desata la revuelta social. Se tiran a la calle los pensionistas ante el «gran» aumento del 0,25% anual; las mujeres, hartas de cobrar un 30% menos; los trabajadores, cansados de tanta precariedad...

Cincuenta años después del mayo francés del 68, los vientos de igualdad y libertad aún no han llegado a este lado de los Pirineos.H

*Periodista