España, ya lo sabemos, es un país de contrarios. Su balanza política oscila de un extremo a otro, olvidándose del fiel y mostrándose tan solo fiel a sus propias leyes de dispersión y olvido. Es lo que está sucediendo con Cataluña, habiéndose pasado en el análisis de su conflicto de un cabo a otro. De permitirlo todo a censurarlo todo. De la catalonifilia a la catalonofobia.

No debemos, sin embargo, dejarnos arrastrar por la tensión del momento, ni tomar partido antes de reflexionar profundamente sobre las causas que han llevado a la Comunidad catalana al borde del precipicio.

¿Cuáles? La intransigencia, insolidaridad y radicalidad de sus líderes, desde luego, pero también los sostenidos errores de los últimos gobiernos centrales, centrados en una supervivencia parlamentaria para la que necesitaban los votos de los nacionalistas catalanes, de ahí la constante entrega de competencias a cambio de su inconstante apoyo.

El fuerte balanceo de la crisis de un extremo al otro del arco ideológico ha ido arrojando de los platillos nombres y siglas. Partidos que han dejado de existir, presidentes que frecuentan los Juzgados, diputados encarcelados, fugados, y provocaciones por parte de los que siguen al pie del cañón con la mecha encendida, como el radical Gaspart Torrent, el nuevo curita de Esquerra, o la radicalmente ambigua alcaldesa de Barcelona Ada Colau.

En Aragón, la permanente tocada de pelotas de estos artistas de la agitprop y la resistencia desesperada y exasperante de los esbirros culturales de la Generalitat a devolver los Bienes artísticos ha generado un clima anticatalán que, resultando comprensible en su aparición o brote, no es bueno para nadie.

Para Aragón, para empezar, pues nuestra Comunidad es la que mayores intereses mantiene con Cataluña. Los que visitamos con frecuencia Barcelona, y trabajamos con catalanes, sabemos que hay otra, incluso otras Cataluñas muy diferentes a la que Puigdemont ha intentado secuestrar. Millones de catalanes no se sienten en absoluto representados por los Jordis y quieren un gobierno autonómico en un Estado constitucional. Ese podría ser el perdido fiel de una balanza que debería ir aminorando la fuerza, el movimiento de sus brazos enemigos, para buscar en una tercera vía la concordia.

¿Iceta?