En breves fechas comenzará el juicio más importante en la reciente historia de la democracia española. En él están imputados el núcleo duro del independentismo catalán, no por sus ideas (Esquerra Republicana las ha defendido siempre) sino por sus hechos contra la Constitución Española con el ánimo de quebrar la estructura del Estado español. La aplicación del artículo 155 de la CE desde la unidad de los partidos constitucionalistas (PP, PSOE y Cs) supuso el freno al uso espurio de la autonomía catalana para un fin no previsto en su normativa, ni estatutaria ni constitucionalmente. Pero el separatismo sigue insistiendo. Y los constitucionalistas siguen sin tener las cosas claras. Es más, la izquierda española paga la factura que genera el separatismo catalán mientras la derecha hace caja electoral, tanta que ahora son tres para repartirla.

Desde entonces hasta ahora han sucedido muchas cosas en el Estado español, en sus tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. La cantidad de maniobras habidas es impresionante, algunas realmente importantes y hasta posiblemente determinantes en el resultado final del juicio. En mi opinión, la más notable es la moción de censura contra el gobierno del PP presidido por Rajoy y que concluyó con Pedro Sánchez en la Moncloa. Aunque el Gobierno de Sánchez es nominalmente monocolor, en la práctica se podría hablar del fatídico gobierno Frankenstein denunciado anticipadamente por Rubalcaba. La dulce armonía del Gobierno con los independentistas catalanes es noticia cotidiana. El intento de incidir en el poder judicial (firme y con sentido de Estado en este asunto) ha sido clamoroso. El papel del juez Marchena en su ida y vuelta de la presidencia del Tribunal Supremo puede ser clave. La ambigüedad de Podemos, las declaraciones y hechos (fuga al extranjero) de los independentistas catalanes, el silencio interesado del PNV y el amarillismo de la Sexta, han creado una atmósfera proclive a la levedad de la rebelión, sedición y malversación separatistas. ¿Se está preparando un ambiente favorable al indulto en el caso de una más que probable condena? ¿O se está justificando el levantamiento de la condena por parte de Estrasburgo?

Mi concepto de la democracia y del Estado me obliga moralmente a ser crítico en un escenario confuso y difuso. Desde mi déficit de especialidad jurídica me atrevo a reflexionar buscando el bien general, independientemente de los beneficiarios a corto plazo. Como he repetido muchas veces, el Estado es la construcción política más importante desde la Ilustración inglesa, con Locke y Hume, que trajeron la democracia un siglo antes que en el continente europeo, por mucho que los franceses y su Revolución quieran vender la Ilustración como propia. Es, pues, el Estado lo primero a defender, por ser el fundamento estructural de nuestra organización sociopolítica. Después vienen las distintas tendencias u opciones (modelos, sistemas, partidos, ideologías) desde las que se puede organizar la sociedad. Sin embargo, los partidos buscan defender otras cosas antes que el Estado. ¿Por ignorancia o por mezquino interés? Me viene a la mente una cita muy perversa de Schopenhauer: «Hay ineptos muy entusiastas. Gente muy peligrosa».

Claro está que en una democracia representativa los gobiernos se derivan de las elecciones. De ahí que sea tan tentador jugar al carácter electoral(ista) en la acción política por parte de los partidos, y más aún más por parte de los jefes de cada partido. Ser presidente de gobierno de tu país supongo que alimenta la autoestima y la vanidad (y hasta la bolsa) para todo lo que te queda de vida. Pero, desde una perspectiva moral, hay que hacer lo que hay que hacer, que no es otra cosa que lo que indica el cumplimiento de las leyes democráticamente elaboradas. Ya sé que es muy romántico hacer la revolución, pero, como decía un buen amigo, intentamos la revolución, menos mal que no lo conseguimos.

Precisamente, el surgimiento actual de una derecha radical, cuyo nombre no cito para evitar la publicidad, radica en su discurso simplista pero supuestamente moral (patria, religión, identidad), aunque sea a costa del olvido de la infraestructura material más izquierdista (trabajo, salario, vivienda). Los españoles parece ser que no tenemos genes muy filosóficos y nos gusta más la discusión binaria que los matices serenos y poco apocalípticos. Y en esa discusión, los radicalismos tienen mucho a ganar con su simplismo bipolar: blanco-negro, izquierda-derecha, sí-no, arriba-abajo, bueno-malo. Pero no hay que olvidar que la formación de los gobiernos se deriva de la configuración de mayorías parlamentarias en torno a un partido que concite poca animadversión y sea flexible en la práctica política. Los radicalismos sirven para «quedarse a gusto» pero para nada más. Incluso si llegan a gobernar, duran poco.

*Profesor de filosofía