La crisis de la Generalitat, escenificada en el Parlament catalán, se ha atribuido a las disputas entre ERC y JxCAT por el liderazgo del independentismo. Sin anular la perspectiva electoral, la disputa no sería posible si el president de Cataluña se hubiera contagiado de la dignidad del cargo. Y no es así. Esquerra carga salvajemente contra Quim Torra, incluido el desdén supremo de no levantarse del sillón durante el fusilamiento parlamentario del teórico número uno, bajo la premisa de que la figura presidencial suscita una repulsión casi unánime en el territorio que gobierna. Sí, asco es una palabra correcta.

El ensañamiento catalán con Torra desbordó tiempo atrás los confines del delito de odio. Ciudadanos y demás constitucionalistas tienen que exprimir los sarcasmos, para superar el desdén independentista contra su president. El aprecio comparado ha vuelto a demostrarse esta semana, con la gira triunfal de Junqueras y sus compañeros de encarcelamiento por el Parlament. Hasta los Rull y Turull parecen dotados de un carisma arrasador, por comparación con el heredero legítimo de Companys. Pese a sus críticos, Torra se defendió con soltura y jolgorio en el juicio ante el Tribunal Superior sobre su pancarta. No importa, Cataluña volvió a negarle el mínimo reconocimiento, es el president al que aman odiar.

El excelente programa satírico Polònia mantiene las formas con el santoral catalanista, pero se muestra descarnado con un titular de la Generalitat asaeteado sin ninguna prevención. Esta unanimidad en la descalificación no garantiza el buen juicio, una virtud lejos del alcance de los colectivos. La satanización de Torra confirma la extinción de los gobernantes que gozan de una mínima estima popular. A excepción de los políticos vascos y de Núñez Feijóo, comparten el foso en que Revilla ha sido el último en caer. H *Periodista