En todas las épocas de la historia de España, con mayor o menor intensidad y de diversas formas, algunas especialmente violentas, Cataluña, como parte del Estado español -o su equivalente, según la época de la que hablemos- ha buscado la manera de liberarse de lo que creían que era un yugo que uncía a los catalanes a una nación de la que muchos no se consideraban parte. Me temo que este devenir histórico va a seguir, con más o menos ritmo, sin solución de continuidad: Tenemos «problema catalán» para rato.

Tengo la impresión de que únicamente el cansancio o el hastío cambiarán en algún momento la onda de la «rebelión» catalana y quedaremos todos tranquilos hasta la siguiente «tarascada». Digo esto porque no veo que se haga nada positivo y práctico para hacer frente al problema, aplicando medidas inteligentes, imaginativas y consensuadas hasta el límite de lo posible y siempre en el marco de la constitución.

Dejo para los historiadores los orígenes del «movimiento catalanista», las fases de su desarrollo político, sus adaptaciones históricas. Sin embargo, no hace falta ser historiador para constatar la ruptura social -incluso entre familias- que hoy sufre Cataluña, jaleada por medios de comunicación tendenciosos, propiciada por un sistema educativo tergiversado que es el causante principal del último «desaguisado» y llevada a la práctica por el poder político independentista, más totalitario que democrático, que solo representa a una parte del pueblo catalán. Las consecuencias sociales y económicas del independentismo, las sufren los catalanes todos los días y no parece que vayan a mejorar a corto plazo.

La pregunta que deberíamos hacernos es si España puede seguir soportando la «cuestión catalana» hasta que el pueblo español, el más paciente de Europa, diga basta -lo que no sucederá nunca- o conviene tomar algunas medidas que sirvan para acelerar la solución del problema, aunque sea con carácter provisional.

Lo primero que debería considerarse es que el Estado español no puede tratar en pie de igualdad al poder político catalán. No se trata de relaciones entre iguales. Cataluña es una parte de España, no un Estado diferente ni independiente. Sin embargo, me temo que llevamos cometiendo este error desde hace muchos años. Desde que se aprobó la Constitución del 78, los diferentes gobiernos de España, con más o menos ganas, han dejado hacer al gobierno catalán, todo lo que les ha parecido oportuno, permitiendo algunos privilegios injustos. Y así hemos llegado hasta aquí. Si releen mi artículo sobre la reforma de la ley electoral publicado el pasado 22 de septiembre, constatarán alguna idea para evitar el excesivo peso de algunas comunidades y evitar que algunos partidos territoriales se pasen de «listos» cuando de pactar gobiernos se trate.

En segundo lugar, se impone la necesidad de que todas las fuerzas políticas constitucionalistas estén unidas por el acuerdo y lo demuestren a los electores, propiciando con sinceridad las medidas que sea obligado adoptar. Hoy, esta condición, por razones que no alcanzo a entender, parece imposible de cumplir. El electoralismo cutre y la incapacidad de los políticos para entender el valor del pacto, están asolando este país. Desearía, sin embargo, que las cosas empezaran a cambiar después de las elecciones del 10-N. Algunos indicios apuntan a la esperanza. Veremos.

En definitiva, los poderes del Estado deberían optar entre aplicar a Cataluña una medicina convencional, a base de medicamentos, buenas dietas y mejores prácticas o una cirugía que exigiría anestesiar previamente al enfermo. A estos efectos, recuerdo al lector que cuando se aplicó el artículo 155 de la Constitución, durante los seis meses que duró su aplicación, en Cataluña no sucedió nada grave: todos los servicios públicos funcionaron, las empresas trabajaron y no recuerdo ninguna incidencia importante que alterara la vida cotidiana de los catalanes y catalanas.

La suspensión o puesta en standby de la clase política catalana fue el bálsamo, a modo de anestesia, que obró el milagro. El problema fue que los efectos de la anestesia acabaron demasiado pronto, sin tiempo para haber operado al paciente, y este se levantó con más ganas que nunca de seguir montando el lío histórico al que nos tienen acostumbrados. Incluso, casi antes de que despertara, lo enviamos al gimnasio -léase elecciones, que ganaron- para que se pusiera en forma. Aprendamos para la siguiente ocasión.