Un joven pero ya experimentado narrador, Miguel Aranguren, desarrolló en Zaragoza un extenso programa para presentar su última novela, Cuando el otoño se levanta (Belacqua), una obra expiatoria y sensible, con la infancia y la amistad como telones de fondo.

Aranguren, que a sus treinta y tres años lleva publicadas media docena de narraciones de largo recorrido, ha vivido con intensidad el oficio desde que, a los diecinueve, viera publicado su primer libro, Desde un tren africano , fruto de sus viajes por Kenia en ese tipo de trenes (como el expreso a Mombasa) que lo trasportan a uno a un mundo mágico, plenamente literario, donde la atmósfera misma se convierte en materia novelable.

El viaje, para Aranguren, es una herramienta de trabajo, una recopilación de signos y colores, de voces y de ámbitos, una paleta mágica en la que mezclar la sensación de novedad y extrañeza que nos provocan el alejamiento y la soledad. Pero ese viaje infinito -preferentemente, en el caso de este autor, por países del tercer mundo-, se torna a veces hacia el yo profundo, se ensimisma, escarba en las luces y sombras del pasado en busca de las primeras preguntas, de las plenitudes y dudas de la adolescencia, y de respuestas a los conflictos que en el presente agreden al escritor.

Así, en la excelente Cuando el otoño se levanta , Aranguren, o su otro yo, Félix Suárez, deja sumergir su memoria hasta los años de una infancia feliz en un lugar perdido de Asturias. Un paraje idílico donde la naturaleza, el contacto con el paisaje, con los animales, con la vida rural contribuye a iniciar al niño que fue en la comprensión del mundo, en el dolor, la crueldad, la amistad, los primeros y tímidos amores. Estos episodios, hilvanados por una prosa elegante y fluida, sin estridencias, sin costuras aparentes, están descritos con una sensibilidad encomiable, y con gran respeto hacia la psicología de los personajes que van poblando el pequeño y, al mismo tiempo, universal crecimiento de Félix Suárez: compañeros de colegio, guardeses, abuelos, profesores, niñas, ninfas con alas de mariposas que espolvorearán el deseo y abrirán las puertas del amor y del tiempo.

El protagonista, desde su madura actualidad, desde su éxito como escritor y como columnista de prensa (tal que Aranguren) se esfuerza por recrear la adolescencia perdida con la misma autenticidad con que la vivió en su extraviada inocencia. El triunfo literario, con su cortejo de decepciones y envidias, lo ha sumergido en un gélido vacío. Durante un congreso en Filipinas, Félix Suárez sufrirá un conmovedor encuentro con una niña prostituta, cuya tragedia le sacude como una catarsis. Félix paga por ella para sacarla del burdel, pero la lleva a las ferias, le compra regalos, procura que disfrute de una tarde feliz. Después regresa a su hotel, solo, apaga el aire acondicionado y comienza a llorar mansamente por el calor de los sentimientos perdidos. Ese ejercicio expiatorio, similar al que Somerset Maughan analizó en Al filo de la navaja derivará en la recuperación de lo mejor de sí mismo, restituyéndole la fe en el arte y en la vida.

*Escritor y periodista