Nicholas Coleridge es el editor de revistas más importante del último siglo. Imagine un mundo sin 'Vanity Fair', 'Vogue', 'Wired' o 'The New Yorker'. En su autobiografía 'Los años deslumbrantes' describe su formación en la publicación mensual 'Harper’s Bazaar', junto a la legendaria Ann Barr. «Cuando tenía dudas sobre una idea particular, llamaba a su hermana Deirdre, en busca de una segunda opinión». La directora de la publicación se planteaba la consulta sin titubear, «veremos qué piensa Mrs. Lectora Media». Y con suerte, el experimento finalizaba con un aliviado:

—Mrs. Lectora Media dice que sí.

Al margen de los escalofríos que suscita la resolución azarosa de los dilemas periodísticos, no existen demasiadas evidencias de que este procedimiento troglodítico ofreciera peores resultados que la dictadura de algoritmos y estadísticas que preside hoy cualquier decisión. El problema no radica en fiarse de Mrs. Lectora Media, sino en encontrarla. A ciertos niveles de decisión, sobran candidatas, pero se trata de un territorio donde la autoconfianza resulta contraproducente. En una situación ideal, la persona decisiva debería ignorar su papel crucial. O menospreciarlo, cuando menos.

En el imperio del 'consulting', sorprendería la cantidad de decisiones trascendentes que se adoptan apoyándose en el criterio de un solo asesor. Por mucho que se jalee el teletrabajo, tener los ojos y los oídos de un poderoso sigue siendo la mejor forma de dejar huella en el planeta. De ahí el influjo desmesurado de los amantes. Grandes banqueros españoles depositaban su futuro en manos de los augurios de una vidente con dotes adivinatorias. Es probable que desobedecieran a menudo el veredicto, basado en la frialdad analítica que concede la ignorancia, pero seguían necesitando otra voz para revalidar la decisión que ya tenían tomada.

Coleridge exponía solo una de las variantes de la lectora Media. Cada redacción cuenta con ejemplos del árbitro ideal, para decidir la validez de una propuesta que se pretende ofrecer a miles de personas. Estos 'influencers' pretecnológicos suelen habitar en la sección de deportes. Soportan tanta mediocridad al año por exigencias del guion atlético, que han afinado el 'bullshit detector' o detector de estupideces que los manuales sajones describen como instrumento fundamental en el cajón de herramientas de un periodista. Van al grano, inefables amén de infalibles.