El instinto animal inculca a bestias y humanos a cuidar al más indefenso. Protegemos de forma inherente a esos seres que no están capacitados para descubrir el mundo por sí mismos y los guiamos durante su etapa inicial de la forma que consideramos más adecuada. ¿Pero qué ocurre con aquellos que transitan con las sienes y las miradas nevadas por la cima de su existencia? ¿Quién protege a los que ha velado por nosotros cuando solo éramos cachorros?

Cuando pensaban que una guerra y una posguerra habían sido acontecimientos suficientemente graves para sellar su realidad llega una pandemia, ajena a la mano humana, que decide escogerlos como su presa principal. A la caza del mayor. Y por si esto no fuera suficiente, también les acechan y perturban su frágil estabilidad otros seres que pertenecen, sin certificado científico ni moral, a su misma especie.

En menos de un mes se han producido una serie de penosos sucesos que solo consiguen alzar aún más el nivel de toxicidad de la raza humana. A estas alturas ya sabemos que el virus está en las calles, pero lo que no sabíamos era que lo podíamos ver. Los microbios, en este caso tres, y detenidos en Zaragoza, empujaban a ancianos con el objetivo de despistarlos y así sustraer sus enseres sin que pudieran hacer nada.

No nos podemos olvidar que es ahora, más que nunca, cuando debemos estar pendientes de nuestros mayores, al tanto de que puedan afrontar sin desasosiego la última época de su vida que con tanto esfuerzo se han merecido disfrutar. Sería un triunfo para ellos, pero una enorme victoria de los valores que nos inculcaron cuando jugábamos bajo su sombra protectora de hienas y otras alimañas.