La vorágine electoral a la que hemos asistido durante estos últimos meses ha hecho que pasasen bastante desapercibidos los centenarios de dos hitos del movimiento sindical cual fueron la implantación del seguro obligatorio del retiro obrero, primer antecedente del actual sistema público de pensiones así como el histórico logro de la jornada laboral de 8 horas, hechos estos que bien merecen ser recordados.

A la altura de 1919 España se hallaba agitada por violentos conflictos sociales, consecuencia de unas deplorables condiciones de vida que pesaban sobre la clase obrera y que, harta de tanta miseria e injusticia, se levantó contra un Estado y un orden social que la oprimía: eran los años de lo que se llamó El trienio bolchevique (1918-1920). Para frenar la creciente agitación obrera, alentada tras el triunfo de la Revolución de 1917 en Rusia, el decrépito régimen de la Restauración, personificado en la monarquía de Alfonso XIII, se vio obligado a hacer concesiones y, de este modo, se lograron importantes conquistas sociales tales como la aprobación del Seguro Obligatorio del Retiro Obrero (Real Decreto Ley de 11 de marzo de 1919) y la implantación de la jornada laboral de 8 horas (Real Decreto de 3 de abril de 1919), y que hoy recordamos cuando se han cumplido recientemente el centenario de ambos hitos históricos.

Por lo que se refiere a la ley del Seguro Obligatorio del Retiro Obrero, este sentó las bases del sistema público de pensiones en España, un tema tan candente en la actualidad, como nos recuerdan cada día las movilizaciones en demanda de unas pensiones justas y la necesidad de garantizar la sostenibilidad de las mismas.

Pero volvamos a 1919 y hagamos algo de historia. Para frenar la creciente agitación social, el Gobierno conservador de Antonio Maura encargó al Instituto Nacional de Previsión (INP), «como instrumento oficial del Seguro social» y que «tan eminentes servicios viene prestando a la Patria», la tarea de redactar las directrices básicas de una futura ley que abordase el retiro obrero. Así, el INP organizó «una ponencia nacional» en la cual tuvieron representación «las fuerzas patronales y obreras de todas las tendencias en la reforma y hombres significados en estos estudios». Con las Cortes cerradas temporalmente, dicha norma se plasmó en el Real Decreto Ley de 11 de marzo de 1919 que presentó el Gobierno del Conde de Romanones y que fue ratificado por Alfonso XIII. De este modo, como se señalaba en la misma, esta ley, «de bien entendido humanitarismo», suponía «un considerable avance en el progreso social de España» ya que se fijaba como edad de retiro los 65 años, (Base Primera.1), a la vez que se establecía una financiación del mismo mediante aportaciones obligatorias mensuales de 10 céntimos por parte de los trabajadores, una peseta que correspondía a los empresarios, mientras que el Estado debía colaborar con 3 pesetas mensuales para cada uno de los beneficiarios. Así, cumplidos los 65 años, los obreros que cobraran menos de 4.000 pesetas anuales y que hubieran cotizado más de 20 años, podrían retirarse con una pensión de, como mínimo, 365 pesetas, esto es, de una peseta diaria (Base Primera.3).

La implantación de esta medida fue en su momento muy controvertida y contó, en líneas generales, con el frontal rechazo de los patronos, los cuales, como indicaba Guillermo D. Olmo, «mostrarían una feroz resistencia a pagar», algo que ya intuía el Real Decreto Ley pues su Base Tercera se dedica, exclusivamente, a la exigencia del cumplimiento por parte de los patronos así como a las penalizaciones derivadas de su incumplimiento, y, además, la Base Séptima alude a las denuncias ante la falta de pago de la cuota patronal y los trámites para proceder «a la exacción por la vía de apremio» de la misma.

Tampoco los trabajadores la aceptaron inicialmente este sistema de cotizaciones con entusiasmo pues recelaban de retraer una parte de sus menguados salarios, tal y como declaraba el entonces diputado socialista y dirigente de la UGT Andrés Saborit.

Lo cierto es que se trataba de un modelo de pensiones muy modesto pues, dada la escasa esperanza de vida de la clase obrera de aquellos años, en la que, con suerte, un trabajador sobrevivía muy pocos años después de alcanzar la edad legal de jubilación que, como indicamos, era de 65 años.

Por otro lado, con dicha ley el Gobierno de entonces pretendía preservar la paz social pues, como señaló el diputado monárquico catalán Alfons Sala, de no aprobarse, España podía avocarse a «grandes catástrofes y cataclismos sociales». Y ciertamente, el Gobierno era muy consciente de ello, razón por la cual en el texto del referido Real Decreto Ley, se pueden leer expresiones tales como que se trataba de una medida «de absoluta equidad», «de urgente necesidad», por lo que dicha norma legal es definida como «una patriótica transacción» en una «materia tan delicada y transcendental».

Pese a este tono grandilocuente, lo cierto es que el seguro de retiro obrero de 1919 tenía claras limitaciones y deficiencias tales como que la mayor parte de los trabajadores agrícolas quedaron excluidos, que al fijar el límite para optar a la pensión en un máximo de ingresos de 4.000 ptas./año, esto hizo que en la práctica ésta quedase limitada a tan sólo los peones, no siendo aplicable a todos los trabajadores con salarios superiores. Además, como ya indicamos, la ley tuvo que hacer frente al permanente rechazo de los patronos a que cotizasen para la financiación del referido seguro. Y es que, entonces, como ahora, este tema era un nudo gordiano para garantizar la eficacia y pervivencia de las pensiones. De este modo, cuando hace un siglo se demandaba que estas fueran más generosas y que se ampliase su ámbito de aplicación a más beneficiarios, el Gobierno conservador de entonces respondió con el manido recurso de que «no permite tal cosa el precario estado de nuestra hacienda».

Unos meses después de la entrada en vigor del Seguro Obligatorio del Retiro Obrero, Alfonso XIII se hizo eco de lo que suponía este en un discurso que pronunció en Zaragoza el 30 de diciembre de 1919 y en el que aludió, con cierto paternalismo, a que el seguro de vejez debía permitir a las clases trabajadoras disfrutar de «una tranquila y respetable ancianidad, exenta de los dolores de la miseria».

Ahora, un siglo después, cuando se extiende la figura del trabajador pobre, de aquel que, aun teniendo empleo, siempre precario y mal remunerado, cuando desde diversos ámbitos se pretende socavar el sistema público de pensiones, el reto por lograr una «tranquila y respetada» jubilación sigue estando pendiente, pues, tampoco en la actualidad existen las garantías suficientes para ello.

*Miembro de la Fundación Bernardo Aladrén