En tiempos preautonómicos y preconstitucionales, España era una, grande y libre reserva espiritual de occidente; un país centralista y centralizado en el que, por temor a los nacionalismos, todo se ataba con siete nudos en una castiza capital estratégicamente situada en el centro geográfico de la piel de toro. Todas las carreteras salían del kilómetro cero de la Puerta del Sol, formando una red casi perfecta, muy parecida a una gran tela de araña.

Casi medio siglo después de la muerte del dictador, solo Vox aboga por la eliminación de las CCAA y por el regreso a un modelo centralizado, en el que las decisiones se tomen, no cerca de los ciudadanos, sino en despachos capitalinos que les contemplan desde la distancia, sin llegar a comprender sus sentimientos, razones e intereses más legítimos.

OBEDIENCIA DEBIDA

El discurso descentralizador ha calado tan hondo que ningún partido político, salvo el que ocupa el espacio de la extrema derecha, se atreve a defender otro modelo distinto del autonómico. Ese es al menos el relato que nos venden los partidos políticos desde sus atalayas discursivas, instaladas en la corrección política.

Sin embargo, la alegría de Pilar se caía por los suelos el pasado 14 de junio, cuando, desolada, decía literalmente: «Estábamos reunidos en el despacho de Ciudadanos cuando casi al salir hemos sabido por los medios de comunicación quién será el alcalde».

Por supuesto, la obediencia debida impidió que ni Sara Fernández ni Jorge Azcón, flamantes vicealcaldesa y alcalde respectivamente, expresaran, al menos en público, ninguna opinión crítica sobre el hecho de que la decisión de quienes gobernarían la noble ciudad los próximos cuatro años se tomara tan lejos y tan cerca de la plaza de las catedrales.

Ahora resulta que el maldito centralismo no es patrimonio de nuestros vecinos del norte; y que los políticos españoles, sobre todo los de última incorporación, lo han adoptado como método idóneo para llegar a acuerdos y cerrar pactos. Aquello de que las decisiones deben tomarse sobre el terreno y por quienes conocen la realidad local era solo una verdad retórica, es decir una mentira perfumada. En la arena del espectáculo político del siglo XXI, lo único que importa es tener cartas con las que jugar en una grosera partida llamada reparto del poder.

Zaragoza, como otras ciudades y CCAA, se ha convertido en una pieza más de un gran puzzle, en cuya formación gana el tahúr que es capaz de extender su color en la mayor parte posible del territorio. El tablero de juego, mal que les pese a los nacionalistas, es el viejo mapa de hule que en los años 50 colgaba en las paredes de todas las escuelas del país, junto a un negrísimo pizarrón.

LEJOS DE LA REALIDAD

La mayoría de los políticos locales callan en público lo que lamentan en privado: su absoluta falta de autonomía en la toma de decisiones, su obligada aceptación de postulados políticos adoptados muy lejos de la realidad y sobre todo muy lejos de los intereses reales de los ciudadanos que les han votado.

La mayoría de los políticos locales honestos, los que de verdad querrían trabajar por el bienestar de sus comunidades, acaban alejándose de la política o siendo expulsados de ella por las centralistas multinacionales ideológicas en que se han convertido sus propios partidos, esas organizaciones en las que alguna vez confiaron y por cuyo crecimiento trabajaron o creyeron hacerlo.

Los partidos políticos son cada vez más el enemigo número uno de la democracia. Los partidos políticos, que ofrecen un continuo espectáculo gratuito a los ciudadanos, son en realidad tiránicas maquinarias en las que la participación más elemental es sustituida por un voto de obediencia disfrazado de honorable lealtad e impuesto a golpe de disciplina de partido.

Puedo imaginar a los 10 concejales electos del PSOE y a los críticos con la deriva de su partido, si es que los hay, de entre los 6 de Ciudadanos; mirándose atónitos unos a otras el pasado 14 de junio y comprobando en sus propias carnes y en medio de la desolación que el centralismo era esto.