La historia de España ha navegado en una permanente dicotomía entre el férreo centralismo y la fragmentación política como formas antagónicas de ejercer el poder.

Salvando diferencias de época, en la Península ibérica no han dejado de coexistir esas dos maneras de entender el gobierno. Así, a una plétora de pueblos y tribus ibéricas (lusitanos, celtíberos, vascones, edetanos y varias decenas más), Roma impuso una administración única en su provincia de Hispania. Los visigodos unificaron buena parte de la Península, pero en pugna con el reino de los suevos en Galicia, los dominios del Imperio bizantino en la costa mediterránea y varios pueblos indígenas a los que nunca sometieron del todo. En la Edad Media hubo una constante deriva entre las tendencias a la centralización y a la división, tanto en la zona andalusí (Estado omeya, taifas, imperios africanos) como en la cristiana (reinos de León, Portugal, Castilla, Navarra, Aragón y condados de Urgel o Barcelona).

Solo con la incorporación de Navarra por Fernando el Católico a la Corona de Castilla en 1512 (que no con los Reyes Católicos, como se repite erróneamente), y con la proclamación de Carlos de Austria en 1516 como soberano de todos los dominios hispanos de sus abuelos Fernando de Aragón e Isabel de Castilla y León (que este es el orden legal que se estableció y no al revés), un solo monarca rigió los territorios de lo que hoy es España.

Durante la dinastía de los Austrias (1516-1700), se mantuvieron las instituciones, fronteras, monedas y fueros y leyes de los dominios de la monarquía hispana, pero tras el triunfo de los Borbones en la guerra de Sucesión (1700-1714), los territorios de la Corona de Aragón perdieron sus instituciones y leyes propias, que se redujeron a las de Castilla (salvo en algunas cuestiones del Derecho Civil privado). En el siglo XIX el movimiento cantonalista desencadenó tal paroxismo que Cartagena, Albacete y un centenar de ciudades más se proclamaron cantones independientes.

Cientos de años después, ahí seguimos, sin saber muy bien hacia dónde caminar, con tendencias centralistas enfrentadas a movimientos independentistas, como casi siempre.

Con lo benéfico que sería una Península ibérica sin fronteras, una tierra común y plural a la vez, de todos y para todos, donde un lisboeta se sintiera catalán, un bilbaíno, extremeño, o un sevillano, aragonés. La utopía soñada por el poeta luso Luis de Camoens en el siglo XVI: «Hablad de castellanos y de portugueses, porque españoles somos todos».